Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 17 de marzo de 2002
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MAR DE HISTORIAS

Preguntas sin respuesta

CRISTINA PACHECO

Hace tiempo la muerte de Zeferino Estrada dejó de ser la mala noticia que conmocionó al pueblo y ahora se ha transformado en relato colectivo. Sin mencionar la fecha, los moradores de Santa Lucía reconstruyen la tragedia en forma desordenada cuando las lluvias torrenciales acentúan su aislamiento, en las horas de mayor bochorno o junto a la cama de algún enfermo grave, en espera de su salvación o de su muerte.

En la cárcel, en el hospital, en la comisaría, en el burdel y hasta en el orfanato siempre hay alguien dispuesto -Ƒnecesitado, urgido?- a contar la historia de Zeferino, pero sólo a partir de su muerte.

En su vida no hubo hechos sobresalientes. Fue idéntica a la de otros muchachos que, como él, trabajaron en el campo, después en la fábrica instalada en el municipio vecino, luego en la maquiladora y volvieron al campo cuando la trasnacional se fue a otro país que ofrecía condiciones aun mejores para la nueva esclavitud. Los jóvenes que no lograron cruzar la frontera se encadenaron a la rutina de padres, tíos, abuelos: batallan de sol a sol, poseen a sus mujeres en silencio, ven nacer a sus hijos y siempre encuentran un motivo para refugiarse en la cantina Guerrosita o en la pulquería Todo lo Tengo. No es raro que los domingos por la noche se oiga al mismo tiempo en los dos establecimientos Sombras, la eterna creación de Javier Solís.

Esa duplicidad alimenta la fantasía de que Zeferino Estrada aún está vivo. ƑQuién no lo recuerda apoyado en la sinfonola haciéndole segunda a su ídolo?: "Sombras nada más/ entre tu vida y la mía;/ sombras nada más/ entre tu amor y mi amor".

Todo ocurre como si estuviera escrito en un libreto. Nunca falta alguien que murmure tímidamente la siguiente frase musical: "Pude ser feliz/ y estoy en vida muriendo", y otro que, con los ojos húmedos y la voz temblorosa, lo interrumpa con una afirmación llena de ternura: "Chingao, parece que estoy viendo al Zeferino: altote, flaco".

"No era tan flaco", afirma Celso mientras sirve otro curado de avena. Benigno lo contradice: "Pero cómo no. Una vez que le presté mi camisa vi que le nadaba". Celso insiste: "Usté está hablando de últimas fechas, pero antes era más bien tirando a grueso. ƑA poco no, Ladislao?"

El carbonero se limpia los bigotes con el dorso de la mano y responde con energía: "Ey, Celso tiene razón. Luego, cuando cerraron la maquiladora y se regresó para acá, fue cuando empezó a enflacar. ƑPor qué sería?" Ignacio mueve la cabeza y deja caer los hombros, derrotado por la imposibilidad de responder. Ramiro frota el escapulario que lleva sobre el pecho deforme. Con el vaso en la mano Emeterio se dirige a la puerta, ausculta el cielo y dice: "Todavía es temprano".

La afirmación reanima a los bebedores. Unos se acercan a la barra, otros dictan sus pedidos desde las mesas: "Sírveme una chabela". "A mí una cara blanca". "Uno de apio, chico". Surgen las bromas y los juegos de manos, estallan las risotadas y al final se escucha en boca de Celso el eterno estribillo: "Chingao, parece que lo estoy viendo". Como es su costumbre, Ladislao se limpia los bigotes antes de hablar: "Que yo me acuerde, Zeferino empezó a venir aquí desde chamaco. Esteban, su padre, lo traía. Y desde entonces no dejó de asistir. Acuérdense de que salió de aquí cuando se fue a la maquiladora". Emeterio ríe y vuelve a mover la cabeza: "Cuando regresó se vino derechito para acá. Ya bien servido jaló para su casa y conoció a Taide, la nueva señora de su padre". "Muy joven y muy guapa la Taide", agrega Benigno. Ramiro oculta el escapulario entre los pliegues de la camisa: "Para mí que ya la conocía. Ella trabajó en la fábrica. A lo mejor entonces tuvieron sus queveres. Pero nomás es un decir".

La frase paraliza a los bebedores. Rehúyen mirarse. Con el tarro a medio camino entre la mesa y sus labios parecen niños jugando a las estatuas de marfil. El silencio se prolonga hasta que Celso encuentra, como siempre, la forma de reanimar la conversaciñon: "Aquí el Zeferino se sentía como en su casa. Se pasaba las horas echándose sus curados, metiéndole a la sinfonola y cantando". Emeterio apoya la cabeza en la pared: "Nunca dejó de venir". Rumbo al mingitorio, Benigno lo contradice: "Cómo no: las tres semanas que se quedó en el hospital". Ladislao se atusa los bigotes: "Fue menos tiempo". "No, mucho más", afirma Ramiro: "Las quemaduras fueron terribles".

Benigno reaparece abrochándose el pantalón: "Ya me acordé: Zeferino estuvo hospitalizado casi un mes". Celso se frota el brazo derecho: "Todo esto lo traía en carne viva. Chingao, parece que lo estoy viendo". Ladislao se limpia el bigote con el dorso de la mano: "Para mí que no fue accidente". La afirmación es como un estallido al que sigue otro: el vaso de Emeterio golpeando la mesa: "Si sabe algo, dígalo".

Ladislao no responde a la provocación pero se vuelve a Celso. Las miradas de los parroquianos obligan a hablar al dueño de Todo lo Tengo: "Entonces tenía mi camioneta y me tocó llevarlo al hospital. En el camino me dijo que había sido un accidente, pero yo también creo que fue otra cosa".

Celso guarda silencio hasta que se calman los rumores provocados por su declaración: "Aquel día mi sobrina Josefa salió para entregarle sus manteles al señor cura. Iba pasando frente a la casa de don Esteban cuando oyó gritos y luego vio salir malherido a Zeferino. Entonces corrió a avisarme, Ƒse acuerdan?"

Emeterio se levanta, deja su vaso en el mostrador y se dirige a Celso: "ƑQué quiere decir con eso?" Benigno se frota el bajo vientre: "Pos que fue mi compadre Esteban el que malhirió a su propio hijo. Se me hace que lo encontró en la cama con la Taide". Ignacio mueve la cabeza: "Caray, ya párele, siquiera por respeto al muerto".

Benigno mira a sus contertulios en espera de que alguno lo secunde, pero su hipótesis cae en el vacío. Para desvanecer la incomodidad Celso abandona su lugar tras el mostrador, se acerca a la sinfonola e introduce una moneda. La voz de Javier Solís rompe el silencio: "Sombras nada más/ entre tu vida y mi vida..." Un coro desafinado repite la canción. Los bebedores levantan sus vasos en un brindis silencioso a la memoria de Zeferino Paredes.

"Parece que lo estoy viendo", afirma Ignacio con voz quebrada. "Yo también. Nunca me imaginé..." Ladislao interrumpe a Ignacio: "Yo tampoco, pero cuando vi que enflacaba tanto pensé que algo malo le sucedía al Zeferino. Se lo pregunté varias veces pero nunca me contestó".

Emeterio se acoda y apoya la cabeza en su mano: "ƑDesde cuándo lo habrá pensado?" Ignacio aprovecha para retomar la palabra: "Quién sabe. No'más lo hizo". Ramiro se toca el pecho: "Y ya ven, ni en el camposanto está". Celso mira hacia la puerta y luego habla en voz muy baja: "Yo creí que el padre Escoto se la iba a perdonar, pero ya ven que no". "Imposible: cuando es suicidio no hay entierro en sagrado". "Pst", dice Ladislao con el índice sobre los labios.

Celso regresa al mostrador y sumerge los vasos sucios en la cubeta de agua. Es la primera señal de que está a punto de cerrar el establecimiento. Como siempre, en esos momentos se escucha la protesta de Emeterio: "Qué, cabrón, Ƒya nos estás corriendo?" Celso toma su libreta de pedidos y hace cuentas. Ignacio mueve la cabeza y se pone de pie. Ladislao levanta el brazo: "Orale tú, siéntate. Vamos echándonos la última".

En desorden se escuchan los pedidos: "Un cara blanca", "Si hay todavía de avena, sírveme uno", "Medio de piñón, porque está muy caro". Benigno camina en dirección al mingitorio. Emeterio llega hasta la puerta y mira el cielo: "Ora sí ya es bien tarde". Permanece unos minutos apoyado en el muro donde las arañas hacen sus nidos. Sin dar las buenas noches toma el camino a su casa.

Mientras avanza escucha, cada vez más lejana, la voz de Javier Solís. Antes de tomar la desviación se detiene frente al árbol cercado con una reja. El padre Escoto ordenó su aislamiento desde la madrugada en que el cuerpo de Zeferino Paredes apareció colgado de una rama. "ƑHabrá sido por la Taide"? murmura Emeterio mientras contempla los brazos intrincados del roble. Cuando ya no se escucha la voz de Javier Solís, Emeterio remprende la marcha y se pierde en el camino, oscuro y desierto como un escenario vacío.

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