Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 17 de marzo de 2002
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Política
Fernando del Paso

Religión y educación/ III

La Iglesia en México
 

La historia de la Iglesia en el mundo, o en cualquier país en particular, merece que se dedique un espacio considerable a aquellos que la han ennoblecido con su generosidad y amplitud de alma, su bondad, su amor, sus sacrificios. Así, en México, defensores de los indios como Las Casas, Antonio Alcalde y Vasco de Quiroga y desde lejos, desde la Universidad de Salamanca, Francisco Vitoria, que hicieron más llevadera la onerosa carga de los vencidos, entre los cuales abundaban los indios que no deseaban irse al cielo, porque allí se encontrarían, como en la tierra, con los españoles, en tanto que historiadores como Sahagún y Clavijero se encargaron de reivindicar los valores culturales prehispánicos. La brillante labor de otros eclesiásticos, como la de Diego de Landa y la de Juan de Zumárraga -inquisidor apostólico durante seis años-, se vio empañada por su fanático celo contra lo que consideraban idolatría.

Hechos que es necesario tomar en cuenta: la expansión y consolidación de la Iglesia durante la Colonia. Después, ya iniciada la guerra de Independencia, la orden de la Constitución de Cádiz, parcialmente vigente en nuestro país, en el sentido de que el catolicismo sería la religión oficial de México a perpetuidad. La ratificación que de esto hizo el Congreso Constituyente de 1823, ya consumada la Independencia. La Reforma de Gómez Farías de 1833, que entre otras cosas tenía el propósito de excluir al clero de la instrucción pública. La intransigencia de la llamada Constitución de las Siete Leyes, de 1835, en la que se estableció que la nación mexicana no toleraría el ejercicio de ninguna otra religión. Y, en fin, la Reforma juarista con todas sus implicaciones, entre ellas la separación de la Iglesia y el Estado, la educación libre, la libertad de cultos y el registro civil. Se haría una relación de los conflictos entre la Iglesia y los liberales a través del siglo xix, así como de la ruptura entre el imperio de Maximiliano y la Santa Sede. Seguiría a esto un análisis de la Iglesia en el porfiriato y durante la revolución y después de ella, en una época en que varios delegados apostólicos fueron expulsados del país, hasta llegar a las reformas salinistas, que incluyeron la reanudación de relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Vaticano.

Sobra decir que se estudiarán las opiniones de detractores y apologistas de Juárez, a fin de que cada alumno se haga un juicio propio de este personaje. Para ello, no sobrará hacer un repaso de los antecedentes europeos de la separación de la Iglesia y el Estado, y recordar que Juárez, hasta donde yo sé, nunca renegó de la fe católica. Por último el tema de la Cristiada. Pienso que será fácil ponerse de acuerdo en lo absurdo e inaceptable de las leyes que prohibían las procesiones callejeras y el uso de hábitos sacerdotales y monjiles en público, pero que otros aspectos de la llamada persecución religiosa y la respuesta rebelde armada de los soldados de Cristo Rey se prestan para debates enconados. En este caso, se podría pensar en polémicas de expertos, televisadas, en circuito cerrado, transmitidas en los planteles respectivos de toda la nación, que serían dirigidas por moderadores que hicieran justicia a su título, esto es, que de verdad sepan moderar los ánimos y la más que probable exaltación de los participantes.

El culto mariano

Apenas pasado el siglo en el que se inició la emancipación de la mujer, creo que es necesario referirse al desprecio absoluto a la mujer que parece ser el denominador común de la mayoría de las religiones. No se escapa la hebrea, cuya feroz misoginia fue heredada por el cristianismo, como desde un principio lo confirma uno de los personajes más grandes de la Iglesia, San Pablo, en los versículos 11 y 12 del capítulo 2 de la Primera Epístola a Timoteo: "La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción / porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio".

Sin que esta misoginia haya desaparecido, como es evidente, parece haber sido atenuada por los católicos, al crear, para la tranquilidad de su conciencia, el culto mariano. El erudito estudio de Juan G. Atienza, al que antes nos referíamos, nos da la oportunidad de conocer la historia de esa devoción, profundamente arraigada y conocida también con un nombre que rechazan de manera rotunda los católicos: la mariolatría. Sería interesante señalar que algunos pensadores aducen que el culto mariano, agregado al de los santos, le quita al catolicismo el carácter de religión monoteísta. En lo que a su historia se refiere, Atienza nos señala que apenas en el siglo vi comenzó a conmemorarse en Jerusalén la Dormición, o Tránsito de María, y que no fue sino 500 años más tarde que se consolidó el culto a la Virgen en Occidente, mismo que tuvo un primer auge en los siglos xii y xiii, coincidente con las Cruzadas y la reforma cisterciense. Se introdujo así, en la religión católica, el elemento sagrado femenino que, afirma Atienza, la ortodoxia paulina jamás habría aceptado. Desde entonces, la Virgen María "arrastra más multitudes que el recuerdo de su hijo". Así, y al igual que en otras épocas que se pierden en la noche de los tiempos, "la sacralidad se desplaza de la energía fecundante del sol, a la silenciosa capacidad generadora de la tierra". La actitud de las autoridades eclesiásticas respondió a la aclamación popular. Vemos así que el culto a María no surge del seno de la Iglesia: nace en el corazón del pueblo, pero, al aceptarlo, la Iglesia rescata de paso el dogma de la virginidad de María, y aquel que la liberaba del Pecado Original, proclamados por la Iglesia en el 431 y en torno al año 1000, respectivamente. Como sabemos, no fue sino hasta 1950 que el Papa proclamó como dogma la Asunción de María, o en otras palabras, su milagroso ascenso al cielo, en cuerpo y alma. La palabra "Ascensión" se reserva para Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero, por otra parte, las Sagradas Escrituras mencionan otras asunciones en cuerpo y alma: la del patriarca Enoc y la del profeta Elías, en tanto que la de Moisés queda en duda, y los musulmanes, como dijimos, mencionan una asunción temporal, en vida, de Mahoma.

Más adelante, Atienza analiza la presencia de María en los cuatro Evangelios o Tetramorphos. En San Mateo, sólo en una ocasión se menciona la palabra "virgen", al citar el versículo 124 del capítulo 7 de Isaías: "He aquí que una doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel". Por lo demás, apenas si San Mateo se refiere a María en dos o tres ocasiones. San Marcos, por su parte, jamás la nombra en su Evangelio. San Juan se limita a hablar de ella sólo dos veces: en las bodas de Caná, y en el Calvario. Y es sólo San Lucas quien, para decirlo con las palabras de Atienza, ofrece "un hermoso desagravio a la madre de Jesús". En efecto, en su Evangelio la nombra como "Virgen" en lo que a la concepción de Jesús se refiere, si bien más adelante habla de la madre "y los hermanos" de Jesús ?otros hijos que Lucas le adjudica a María?, la califica de bienaventurada, y la hace entonar el cántico que se conoce como el Magnificat, cuya autoría es adjudicada por la leyenda al propio San Lucas, y para el cual han compuesto música Palestrina, Marenzio y Bach, entre otros. Cabe aquí recordar que, tras haber sido dedicada la ciudad imperial de Constantinopla, según algunos historiadores, a la Virgen María, un grupo de conversos árabes de la secta llamada de los "colyridianos", comenzó a adorar a María con los ritos y creencias que antes se habían dedicado a Astarté, antigua reina de los cielos de los fenicios, y que fue necesaria la intervención de San Epifanio, para frenar lo que se había transformado en verdad en mariolatría al indicarles que a la Virgen se debía rendir el culto de "hiperdulía", es decir, una veneración mayor que a los santos, pero menor desde luego que la debida a la Santísima Trinidad, a la cual María no pertenecía, ni pertenecería jamás, si bien algunas sectas heréticas antiguas llegaron a considerarla como la Tercera Persona. Atienza nos recuerda que la figura de María, la Virgen Madre del Salvador, "tiene un protagonismo considerablemente mayor y más significativo en los textos apócrifos que en los canónicos oficiales". Es en ellos, como antes habíamos mencionado, que figura la presentación de María en el templo, y su asunción a los cielos en cuerpo y alma, y no en los que conocemos como los cuatro Evangelios. Cabe recordar aquí lo que antes señalábamos, y es que los mahometanos aceptan la virginidad de María.

No estará por demás echar una ojeada sobre la historia de las apariciones de múltiples vírgenes, cuyo número, tan sólo en España, supera el centenar. Por su parte, es evidente que en un programa de estudios sobre la historia de la religión no puede faltar el tema de la Virgen de Guadalupe, cuyo primer santuario, como sabemos, se erigió en el monte donde se adoraba a la diosa Tonantzin. La importancia de la guadalupana como símbolo de la identidad mexicana; su empleo como imagen unificadora (el cura Hidalgo enarboló su estandarte como bandera de la insurgencia, y dio lugar así, entre otras cosas, a la guerra de las dos vírgenes, ya que los realistas acudieron a su vez a la imagen de la Virgen de los Remedios -como nos lo recuerda mi distinguido colega el filósofo Luis Villoro-) son, desde luego, temas insoslayables, así como la gigantesca dimensión que ha adquirido su culto en nuestro país. No se olvidará tampoco que el primer presidente de México, Félix Fernández, cambió su nombre por el de Guadalupe Victoria. De gran interés también, aunque esto debe tratarse con sumo cuidado y respeto, las polémicas sobre la autenticidad de las apariciones. Cabría mencionar, al menos, el desacuerdo del eminente historiador, filólogo y lingüista católico mexicano Joaquín García Icazbalceta, y el célebre discurso del ilustre mexicano fray Servando Teresa de Mier -cuya increíble, fantástica vida aventurera merecería ser objeto de una o dos clases-, quien el 12 de diciembre de 1794 en presencia del virrey, el arzobispo de México y los miembros de la Audiencia, puso en duda las apariciones de la Virgen de Guadalupe -lo cual le valió 10 años de destierro en Santander-, para no hablar del abad Schulenburg, cuyas declaraciones sobre la inexistencia de Juan Diego fueron objeto, por razones de todos conocidas, más que de debate, de ludibrio. La canonización de Juan Diego, sin duda, acentuará el interés sobre este tema, y al mismo tiempo podemos prever que lo hará más delicado de tratar.

No estaría por demás que los estudiantes supieran que Guadalupe es un vocablo árabe que según entiendo significa "río de lobos", que en la villa de Guadalupe, en Cáceres, España, se venera desde el siglo xiii otra Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen fue hallada por un pastor, y que en un templo de la ciudad de Tlaxcala existe la devoción de una Virgen de Guadalupe muy diferente a la que conocemos, que se apareció a un Juan Diego distinto al que se le apareció la virgen del Tepeyac.

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