Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 22 de febrero de 2002
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Carlos Salgar

El fracaso de un proceso

Durante 39 meses el término "proceso de paz" rigió todas las actividades políticas, sociales y económicas de Colombia. Andrés Pastrana apostó, durante más de 80 por ciento de su periodo presidencial, a un diálogo -que nunca llegó a ser negociación- con el principal grupo armado colombiano: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En la noche del 21 de enero, en el punto más bajo de popularidad y aceptación, el mandatario puso fin a un proceso que, por estéril que pareciera, ofrecía una posibilidad de salida política al conflicto que durante más de 40 años ha afectado a este país suramericano.

En los últimos meses, la administración Pastrana insistió en mantener los diálogos, pero cediendo cada día más terreno frente a dos circunstancias particulares: su alianza estratégica con Estados Unidos, que ante la falta de resultados concretos con el Plan Colombia (que partía de la base de que con la erradicación del narcotráfico se minarían los cimientos financieros y tácticos de la guerrilla) presionaba para que el país asumiera un compromiso más directo en la coalición contra el terrorismo, recordando que las FARC figuran desde hace varios años en el listado de los grupos terroristas del Departamento de Estado; y por otro lado, la pérdida de credibilidad interna, que se reflejó dramáticamente en las últimas tres semanas, con el crecimiento acelerado en las encuestas del candidato presidencial Alvaro Uribe Vélez, quien desde un principio no sólo criticó la forma del proceso, sino ofreció a sus posibles votantes "mano dura" contra la guerrilla.

Finalizada la opción política de diálogo y negociación directa, la pregunta que se hacen hoy la mayoría de los colombianos es: ¿que va a pasar con el país?

El proceso de paz del presidente Pastrana fue la consecuencia directa de una saturación que la población sufría del ambiente de violencia que durante más de 40 años ha sacudido a la nación. Con una historia de guerras civiles, como la de los Mil Días, con la que Colombia abrió el siglo XX, fueron pocos los años del siglo pasado en que la nación vivió momentos de verdadera tranquilidad.

A la cruenta guerra civil le siguieron varios lustros de un enfrentamiento no menos sangriento, entre seguidores de los dos principales partidos políticos: los liberales y los conservadores, en una época que, con el nombre que se le conoce, lo dice todo: la violencia. Violencia en los campos que fueron creando varias generaciones de desplazados, quienes comenzaron a organizarse en torno a reivindicaciones básicamente agrarias y dieron nacimiento, ya a mediados del siglo, a los primeros movimientos guerrilleros.

Pero no fue sino hasta 1962, tras un periodo de dictadura y una amnistía a los grupos guerrilleros que habían actuado en los 50, cuando aparecen en el escenario las FARC, conformadas básicamente por campesinos desplazados y antiguos militantes guerrilleros, que recogen las banderas agrarias que habían inspirado a sus antecesores y que reciben alguna influencia ideológica de la revolución cubana. Sin embargo, fue el Ejército de Liberación Nacional (ELN), surgido apenas tres o cuatro años después, el que realmente recibió toda la influencia política que desde Cuba llegaba a Centro y Sudamérica. Los dos grupos de origen filosóficamente diferente han actuado, desde entonces, de manera independiente.

Surgirán posteriormente otros grupos guerrilleros, como el M-19, en 1970; el EPL y otros, que desaparecieron tras procesos de paz que dejaron amargas experiencias para las posibilidades de reincorporación a la vida civil de sus militantes. Pero quizá el peor antecedente de los procesos de paz y de reinserción a la vida política de antiguos guerrilleros fue el adelantado en 1985 por el presidente Belisario Betancur con las mismas FARC, del cual surgió un movimiento político: la Unión Patriótica, cuyos líderes serían selectiva y sucesivamente asesinados hasta su exterminio.

La violencia ejercida indistintamente por guerrilleros y por los narcotráficantes se convertía así en el modus vivendi de los colombianos.

La campaña presidencial de 1998, tras cuatro años de escándalos y corrupción de la administración de Ernesto Samper, fue definida, en su segunda vuelta electoral, por el tema de la paz. Un encuentro en las montañas de Colombia entre el entonces candidato Andrés Pastrana y el líder de las FARC, el sexagenario Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, y la foto que de aquella reunión "se filtró", fueron factores determinantes para que la mayoría depositara su confianza en Pastrana como el interlocutor que la guerrilla necesitaba para poder llegar a la paz.

Y con la paz se empeñó Pastrana. Con la paz y con Estados Unidos que, tras un cuatrienio de total distanciamiento, acogía al representente conservador como un aliado "incontaminado", sobre quien no pesaban los escándalos de su antecesor y quien se convirtió en su mejor aliado en la lucha contra el narcotráfico.

Ante la ausencia de otras propuestas de gobierno, y con la ilusión de un premio Nobel de la Paz para su presidente, el gobierno se dedicó de lleno a manejar los dos temas (paz y Estados Unidos) en planos que necesariamente tendían a entrar en contradicción.

Para la mayoría de los analistas, lamentablemente el proceso arrancó mal, por dos hechos básicos: sin contraprestación alguna, el gobierno del presidente Pastrana desmilitarizó una zona de 42 mil kilómetros cuadrados (igual al tamaño de Suiza) para que, en esta "zona de distensión", se adelantaran los diálogos y las negociaciones sin verificación de ningún tipo; y por otro lado aceptó que esos diálogos se realizaran en medio del fragor de la guerra.

Un tercer factor aparecería poco más tarde: mientras se negociaba en la zona de distensión con las FARC, durante más de dos años se desconoció la existencia de otros actores armados, como el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupos de paramilitares financiados por ganaderos, comerciantes e industriales, que buscaron en ejércitos privados la defensa de sus intereses frente a los ataques y las exigencias económicas de las organizaciones guerrilleras. Y no obstante que la guerra continuaba, quizás con igual o mayor intensidad que en los últimos ocho años, el imaginario colectivo colombiano seguía aferrado a las expectativas de alcanzar una paz por la vía del diálogo político.

Pero el 11 de septiembre produjo cambios profundos en la percepción nacional e internacional del problema. Estados Unidos, que inclusive había llegado a tener un acercamiento no oficial con las FARC, en San José de Costa Rica, endureció su discurso. La embajadora de ese país en Colombia, Ann Patterson, comparó las estregias de Al Qaeda con las de las FARC. Y también el gobierno colombiano comenzó a girar en el mismo sentido que lo hacían desde Washington. El embajador de Colombia ante la Casa Blanca, Luis Alberto Moreno, alter ego del presidente Pastrana desde hace varias décadas, diría ?no sin el aval de su jefe? que "las FARC quedaron notificadas de que Estados Unidos y la comunidad internacional no dejarán en la impunidad esos casos (secuestros, ataques a oleoductos, etcétera), no tolerarán las acciones de terrorismo de guerrilla y autodefensas y fortalecerán las instituciones legítimas de Colombia".

El fin del proceso de paz no era más que cuestión de tiempo. A mediados de enero fue la primera crisis. Un ultimátum de Pastrana a las FARC para que desalojaran la zona de distensión en 48 horas culminó con la intervención del grupo de países amigos del proceso de paz (con el embajador de México en primera línea), que intercedió para que las FARC, después de tres años de diálogo, aceptaran un cronograma de negociación en el que aparecía como primer punto un cese al fuego y a las hostilidades. Pero mientras en la zona de distensión se conversaba, las FARC arreciaban sus ataques a la infraestructura, ocasionando decenas de muertos, incluidos varios niños. Y el 20 de febrero las FARC cometerían un error que costaría la vida a la zona de despeje y al proceso de paz: secuestraron un avión, hecho considerado desde el 11 de septiembre como uno de los actos más condenables del terrorismo internacional.

Por el momento se cierra la vía política como opción para que Colombia alcance finalmente un estatus de paz. Existe el temor de que la escalada de la violencia alcance los grandes centros urbanos, con ataques terroristas de las FARC no sólo al interior de las ciudades en contra de la población civil, sino a la infraestructura de servicios públicos (torres de energía, acueductos, puentes y carreteras), mientras que se teme, paralelamente, que los grupos de paramilitares comiencen a cobrar cuentas a los habitantes de la zona de distensión, que durante 39 meses convivieron ?y no por decisión propia? con las FARC.

El mismo presidente Pastrana lo advirtió en su discurso del miércoles por la noche: "tenemos que estar preparados, porque es muy probable que se incrementen los actos de terrorismo". Y no en vano concluyó: "que Dios los bendiga. Que Dios me bendiga. Y que San Miguel Arcángel nos proteja".
 
 

Editor internacional del semanario El Espectador, de Santafé de Bogotá, y profesor de análisis de coyuntura en la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia.

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