Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 7 de febrero de 2002
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

Transición como coartada

No sé a qué consejero escucha el Presidente para definir su agenda, pero seguro no es a un discípulo del mejor Maquiavelo. Ajeno al arte de la política, dio inicio a la era del cambio cometiendo varios errores de primer grado. Creyó que bastaba con la popularidad ganada en las urnas, así como una buena dosis de entusiasmo y voluntad para impulsar una serie de importantes medidas, entre las cuales se hallaban la ley indígena, que debía resolver el pendiente zapatista, y la reforma fiscal, vista como la llave para arribar a la tierra prometida del crecimiento de 7 por ciento. La historia es bien conocida: ni se "resolvió" el tema de Chiapas ni tampoco se consiguió una reforma fiscal con toda la barba. Fallaron los cálculos. Falló la política.

Ahora el gobierno tropieza con la misma piedra lanzando una saeta envenenada contra la corrupción con destino fijo y a la vez corta de tajo el subsidio eléctrico que soporta buena parte de la de por sí maltrecha y agobiada economía familiar.

La estrategia es la misma que hace un año: dar un golpe de efecto político para pasar la bola rápida de las urgencias económicas, sin tomar en cuenta la situación real, la relación de fuerzas en la sociedad mexicana. Se argumentan razones de Estado para actuar de esa manera, pero sigue echándose de menos una línea clara que permita al gobierno sumar voluntades en vez de restarlas. En pocas palabras, la Presidencia da palos de ciego, guiada por los estrategas del oscilante mercado de la opinión.

Verdad es que el Presidente ha dejado a un lado el tono festivo y chacotero de los primeros tiempos, pues ahora reluce solemne, sentencioso y hasta académico por momentos, pero los métodos inducidos por la tecnocracia y el revanchismo panista persisten bajo el discurso conciliador y unitario de los últimos días.

En esas circunstancias no deja de sorprender que el gobierno vuelva a usar como moneda corriente de sus discursos la palabra emblemática del cambio: la transición. Ya sea impecablemente, como en el discurso del 5 de febrero, a modo de coartada en otros casos, o envuelto en la demagogia de las campañas internas del panismo, el tema de la transición vuelve a la palestra como la vara para medir el Estado de la nación. La Presidencia regresa así a la retórica de la campaña, pero ahora tratando de explicar los propios e intransferibles fracasos -sobre todo en materia fiscal- como un capítulo de la larga marcha por la transformación democrática de las instituciones. Y es que en esta perspectiva, la transición no se refiere, como podría suponerse, a las ta-reas pendientes en materia de reforma del estado, que siguen congeladas en espera de una iniciativa presidencial, sino a las reformas estructurales en asuntos como el energético que la administración considera indispensables para cumplir con sus propios objetivos.

Así, en esta redición utilitaria del tema de la transición, la sobrevivencia del viejo régimen aparece como el primer obstáculo para el buen desempeño del gobierno. Ya no se trata de corregir errores o de alentar acuerdos, de reformar la vida pública, sino de "no transar" el ajuste de cuentas con el priísmo, que así pasa a ser una necesidad, no para el gobierno, sino para el progreso del país en su conjunto. Con una buena y notoria dosis de fujimorismo, el exorcismo del pasado arrasa con los partidos, pero también y sobre todo contra el Congreso que, según esto, detiene las buenas iniciativas de ley enviadas por la Presidencia. Pero en este punto el gobierno equivoca el tiro, pues si bien es verdad que en materia fiscal hubo muchas resistencias, sin duda éstas no podrían calificarse de "transicionales", pues las primeras en salir al paso de las pretensiones foxistas de subir el IVA a medicinas y alimentos fueron las clases medias que abrumadoramente votaron por el candidato del PAN.

El jugueteo con la palabra transición en boca de los gobernantes y sin un propósito claro induce a errores políticos y lo lleva a callejones sin salida. Resulta inconsecuente, por decir lo menos, que el presidente Fox quiera romper lanzas con el pasado, so pretexto de avanzar en sus reformas o combatir la corrupción, sin abandonar los preceptos de política económica que marcaron el rumbo del país en los tres últimos sexenios y que en sentido estricto definieron el contenido de sus propias aspiraciones reformadoras. Naturalmente eso no ocurrirá, pues por mucho que se hable de humanismo como opción al "neoliberalismo", en estos asuntos hay más bien continuidad que ruptura. Tal vez por ello se advierte un dejo de contradictoria nostalgia en las denuncias del viejo presidencialismo que se permitió privatizar empresas y cambiar el papel del Estado en la economía sin grandes tropezones.

La paradoja es que el gobierno más abiertamente partidario de las reformas de mercado, por vocación personal del Presidente y por ideología de sus administradores, no puede concluir la tarea que comenzaron sus antecesores extendiendo y profundizando los alcances del modelo. Pero eso no es "culpa" del pasado, sino del hecho clave de la transición: la existencia de un juego democrático que no acepta más imposiciones. Si el equipo gobernante no aprende a conjugar los verbos dialogar, participar y acordar, no habrá transición que lo salve del fracaso. Ť

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