Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 5 de febrero de 2002
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Espectáculos
Ť La temporada inaugural fue de cuatro corridas; en tres actuó y triunfó Manolete

Hoy cumple 56 años la Plaza México, el coso taurino más grande del mundo

Ť El primer capotazo lo dio Román El Chato Guzmán y la primera verónica El Soldado

Ť Una barrera de primera fila de sombra valía en la taquilla 50 pesos y una de sol 35

LEONARDO PAEZ

Era tal la expectación creada con motivo de la inauguración de la plaza de toros más grande del mundo, que para el martes 5 de febrero de 1946 el gobierno del Distrito Federal había autorizado cinco rutas de tranvías y seis de autobuses que desde distintos puntos de la ciudad ?con una población de poco más de dos y medio millones de habitantes? terminaban en las inmediaciones del increíble coso.

El dólar se cotizaba a 4.85 pesos, una barrera de primera fila de sombra valía en la taquilla 50 pesos y una de sol 35, lo que equivalía a un aumento de casi 50 por ciento en relación con las del viejo coso de El Toreo. Aunque por seis pesos en sombra general y 3.50 en sol también se podía admirar -sólo si se tenía vista de lince, pues esas localidades están a 40 metros del ruedo- el arte de Manolete y de Procuna, ya que El Soldado protagonizó la primera rechifla en la vida del magno escenario taurino.

Con sólo una corrida toreada por el diestro de Córdoba en El Toreo de la Condesa -39 años de sólida tradición taurina- y tres en plazas de los estados, el pundonoroso torero se había convertido en el tópico de todas las conversaciones, no en las de los adolescentes o en las de los taurinos, sino en las de todo el mundo.

Primicias del nuevo coso

se iniciaLa breve temporada inaugural constó de cuatro corridas, en tres de las cuales actuó y triunfó Manolete, provocando otros tantos llenos. La primera ovación fue para Lorenzo Garza, que en la tarde inaugural se encontraba en el tendido.

El primer capotazo lo dio el magnífico subalterno Román El Chato Guzmán, la primera verónica El Soldado, el primer puyazo José Noriega El Cubano, el primer tumbo lo sufrió Berrinches II‚ en el primer puyazo al tercero de la tarde, y la primera puntilla la dio Atanasio Velázquez Talín.

El primer toro ovacionado en el arrastre -desperdiciado por Luis Castro- fue Jardinero, que abrió plaza; el primer toro devuelto a los corrales fue Peregrino, la primera oreja la cortó Manolete al segundo de la tarde, Fresnillo; la primera cogida, sin consecuencias, la tuvo Luis Procuna en el sexto de la tarde, y la primera ganadería que lidió en el novedoso escenario, el hierro zacatecano de San Mateo, propiedad de don Antonio Llaguno.

El primer rabo lo obtiene El Faraón de Texcoco, Silverio Pérez, alternando precisamente con Manuel en el segundo festejo, en que bordó a Barba Azul, de Torrecilla, en emocionante tarde en que ambos diestros se brindaron sendas faenas.

Rarezas de la fiesta o disminución de la bravura: en 56 años de vida, esta plaza monumental e indiferente sólo ha visto morir en su arena al banderillero Mariano Rivera, el domingo 30 de enero de 1955, quien sufrió un infarto mientras devolvía prendas cuando su matador Jumillano daba la vuelta al ruedo.

Otros que la han llenado

Tras el sensible fallecimiento de Manolete en Linares, el 28 de agosto de 1947, muchos pensaron que la Plaza México no volvería a llenarse; sin embargo, tres carismáticos y competitivos novilleros mexicanos volverían a hacerlo en 1948: Manuel Capetillo, Jesús Córdoba y Rafael Rodríguez, apodados Los tres mosqueteros, más el menudito Paco Ortiz, a quien llamaron Dartañán. Fue la prueba de que aún esa plaza podía resultar chica cuando en el ruedo se encuentran toros y toreros de casta, con un celo profesional, una entrega y una bravura capaces de emocionar, no de divertir.

Ese año de 48 empezó su labor como torilero de la México Gonzalo Rivero El Chino, quien hasta la fecha continúa haciéndolo cada domingo, por lo que cumple 55 años en tan delicado trabajo, no sólo encajonando toros según el orden de la lidia, sino lidiando con las embestidas de los distintos empresarios que en el coso ha habido.

En la década de los cincuenta surgieron toreros con capacidad interpretativa y carisma como Jorge El Ranchero Aguilar, Juan Silveti o Joselito Huerta. Y vino el torero portugués más querido del público mexicano, Manolo Dos Santos, quien por su entrega se volvió garantía de espectáculo. De España llegaron, entre muchos, Julio Aparicio, Jumillano, Antonio Ordóñez, Dominguín o Litri, los tres últimos famosos en su patria, pero que en la México no lograron hacerse del público. Tardes inolvidables protagonizaron los aún en activo Carlos Arruza, Fermín Rivera, Antonio Velásquez y Luis Procuna.

Llenaplazas y mandones

Mención obligada en esta apretada síntesis de la historia de la Plaza México merecen algunos novilleros que se convirtieron en ídolos de la afición, así fuese fugazmente, ya por su fallecimiento, ya por falta de administración y de criterio empresarial. Los malogrados llenaplazas José Rodríguez Joselillo en las temporadas novilleriles de 46 y 47, y Valente Arellano en las de 82 y 83, así como Fernando de los Reyes El Callao y Amado Ramírez El Loco, a mediados de los cincuenta.

A comienzos de los sesenta los sevillanos Diego Puerta y sobre todo Paco Camino conquistan, con su temeridad el primero y su arte el segundo, al público de la monumental, así como el carismático Manuel Benítez El Cordobés y el cariacontecido pero sólido maestro salmantino Santiago Martín El Viti.

En la segunda mitad de esa década llegaron a la México Manolo Martínez, Curro Rivera y Eloy Cavazos, que se convirtieron, para bien y para mal, en los mandones del espectáculo taurino en México los siguientes 20 años. Un maestro de rotunda tauromaquia pero escasa capacidad de convocatoria es Mariano Ramos, a partir de los setenta.

En los ochenta se consolidó por fin El Capea, para convertirse en el consentido de la afición y empezaron a dar color Miguel Espinosa y Jorge Gutiérrez, y hubo eventuales destellos del refinado arte de David Silveti y Guillermo Capetillo. Pero en los noventa fueron los españoles Enrique Ponce y El Juli quienes se hicieron del cetro de la popularidad en el coso de Insurgentes, pálidamente enfrentados por la buena técnica y discreta expresión de El Zotoluco y Rafael Ortega, en un inicio del nuevo siglo taurino mexicano, caracterizado por su dependencia de los diestros españoles y, lo más grave, por la alarmante disminución de la bravura en las reses de lidia.

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