Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 14 de enero de 2002
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Cultura
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Andrés Ruiz

Nazim, ese desconocido

Fue una suerte de rafagazo, pero también, y solamente, una suerte, ya que me lo puso enfrente algún bienaventurado, de quien he olvidado su nombre, cosa que siempre sucede, porque así son los ángeles que en ocasiones dan rutas, deciden caminos, alumbran veredas sin que apenas nos demos cuenta, y cuando queremos regresar hemos olvidado hasta su rostro, pero no así la luz que nos acompaña ya para siempre.

Y ese azar y ese deslumbramiento se dieron en un libro de pastas negras que editaba Alberto Corazón.

Desde que tengo memoria he estado rodeado de exilios y exiliados que me han enriquecido con sus historias, sus ejemplos, su afecto y su cultura, y así fue como Nazim Hikmet llegó a las puertas de mi vida.

Sus poemas eran una extraña amalgama de aire fresco engarzado en versos memorables y una definición ética frente al mundo. No sentía uno el calzador ideológico para ajustar las palabras a los conceptos, ni ese tufillo resentido con el cual algunos escritores parecían hablar de los grandes sentimientos humanistas desde una ira recalcitrante.

No, con Hikmet la vida corría ligera, las muchachas sonreían, los hombres eran fraternos, existían los amaneceres y las uvas eran dulces a la puesta del sol. Parecían los textos de un bon vivant de izquierda.

Cuando me enteré que ese hombre había pasado 15 años de su existencia en prisión, y no en cualquier lugar, sino en las ergástulas de su país, Turquía, devastado por gobiernos corruptos y crueles, que en su profesión anticomunista resumaban un odio feroz a todo lo que oliera a alegría; que 16 años tuvo que vivir lejos de su tierra, añorándola desde una nostalgia aterrizada en el alma, mi admiración por él, por sus textos, por su actitud, creció hasta volvérseme entrañable.

Tiempo después, alguien más puso en mis manos Es linda la vida, hermano. Y entonces supe que el poeta también era narrador, que sabía contar historias a minucia, aunque en un lenguaje que traslucía el aliento largo de sus versos.

La trama de ese libro es simple y compleja a la vez, justo como la vida. Un militante comunista, en la clandestinidad, es mordido por un perro con rabia. La disyuntiva es brutal: vacunarse y conservar la vida, quién sabe por cuánto tiempo más, pero a sabiendas que caería preso y, quizá, con él, por la vesania de la tortura, un conjunto de camaradas. El hombre, en esas condiciones, hace un recuento de su vida. Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse, no hay grandilocuencia en el discurso, el tono épico está dado sólo por la actitud que asume el personaje, y es, sobre todo, un alegato en favor de la alegría que la lucha brinda, ya que, al final, lo que cuenta, lo que pesa en la balanza, es la felicidad de las cosas simples.

Sé que hoy, tan lejos de aquellos años sesenta, Nazim Hikmet es un desconocido para la mayoría. Que sus libros son ahora sólo joyas en algunos estantes de muy selectas bibliotecas, que ya no se pueden conseguir en las librerías y que las modas le han pasado encima marginándolo injustamente.

Pero ya ven, todavía para algunos es bastante más que una referencia literaria, mayor aún, desde luego, porque en su humildad está la sabiduría de haber arañado nuestro corazón con sus palabras para dejar una cicatriz perenne. Son esa clase de textos que, como decía Borges en su Elogio de la sombra, se siguen releyendo y recreando en la memoria.

En ese entonces, para muchos, la vida era inexplicable sin la militancia, sin el compromiso hacia una causa que nos abrazara a todos. Cuántas sinrazones y errores se sucedieron hasta el tropiezo y la caída de bruces; cuántos crímenes y venganzas mezquinas nos robaron la esperanza; cuántas mentiras y escamoteos acarrearon el descrédito. Sin embargo, muchos quedaron en el camino y su generosidad ha pavimentado, por el lado soleado de la calle, el tránsito exasperantemente lento hacia el derecho a ser felices; otros se cansaron y se sentaron a la vera del camino; también los hubo que prefirieron sacar provecho, tomar atajos y torcer la vereda hacia ninguna parte porque, ahora lo saben, ya muy tarde, nadie escapa a su conciencia.

El caso es que hoy, hace un siglo exactamente, ese inmenso árbol turco de ramas frondosas vio por primera vez la luz mediterránea del mundo y aquí, desde esta página, con estas frases que desmerecen en el intento por explicarlo, Nazim Hikmet vuelve a latir, a proyectar su sombra, ojalá para que el rafagazo y la suerte que me tocaron en fortuna, se hagan extensivos a otros lectores que, ya lo verán, serán tocados por sus palabras.

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