En Guanajuato, una lección acerca de la naturaleza del amor

Al concluir la década de los años setenta un meteoro, Gilbert Becaud, trazaba banda sinfin con su carrera de apoteosis y whisky y cigarrillos y canciones y una voz de rocas.

En México, mientras tanto, la "administración de la abundancia" permitía a la entonces primera dama, Carmen Romano de López Portillo, cumplir los caprichos de su melomanía y construir una agenda impresionante de conciertos con lo mejor del planeta en su momento.

El Festival Internacional Cervantino vivió en ese entonces su esplendor mayor. El antiguo Mesón de San Antonio de la ciudad de Guanajuato fungía como comedor de las luminarias: si uno como reportero lograba colarse a esas versiones decentes de las antiguas orgías romanas, uno podía compartir el pan y la sal, entre viandas y manjares y los mejores vinos importados, con los mismísimos dioses del Olimpo cultural del mundo: Yehudi Menuhim lucía esplendorosa camisa hawaiana similar a la de Zubin Mehta, sentado al lado suyo mientras Carlos Kleiber, meditabundo, afilaba su batuta para lo que iba a construir esa misma noche en el Teatro Juárez: un banquete con Beethoven y la Filarmónica de Viena. En la mesa de junto, Joan Baez brindaba con un par de versos de su compadre Bob Dylan: "For the times/ that they are aƀchanging".

En un rincón de ese mesón de fábula, un hombre solitario fumaba y bebía, íngrimo y solo en una mesa cuya redondez y tamaño resultaban desproporcionados con el jolgorio que se vivía en los salones contiguos. De buena gana aceptó una entrevista informal. Era el alivianadísimo Gilbert Becaud, quien vestía su emblemático traje azul oscuro, hacía pendular "comme un lapin" (bromeaba) su corbata moteada ("de conejitos", me decía) y apuraba tequila tras tequila entreverados con sus blanquísimos por fuera y rubios por dentro Gitanes sin filtro.

Disertaba el músico: el valor de la vida reside en el placer. Recitaba, para documentar y apoyar su tesis, unos versos de su amigo Moustaki: "Nous avons tout la vie por nous amuser / nous avons tout la morte pour nous reposer" (tenemos toda la vida para divertirnos/ tenemos toda la muerte para descansarnos).

De ahí nos fuimos a comentar los murales de la cantina El incendio con otros tequilas y por la noche un haz de luz lo iluminaba al piano. Su voz ronca, decía desternillándose de risa, se debía al whisky, pero ahora descubría que el tequila era aún mejor. Durante su concierto cervantino, en la oscuridad, entre canción y canción, brillaba bajo su piano ("que también tiene forma de conejo", decía muriéndose de risa el músico) una botella de tequila, una sonrisa hipersarcástica y una bonhomía a prueba de todo.

Esa noche de 1979 Gilbert Becaud le cantó a Natalie y explicó al público su metáfora de los conejos : "les lapins sont comme certaines hommes: toujours toutes seules": "a los conejos les gusta estar, como a ciertos hombres, siempre solos".

Elevan la soledad al cubo, decía. Son una imagen del valor inmenso que tiene la soledad, que no es lo mismo que estar solo, decía Becaud riendo. Representan el silencio -porque tiene razón Cortázar, me decía en El Incendio Becaud: los conejos son mudos, pero eso solamente es una metáfora- e iluminan un retrato parabólico sin hipérbole. La soledad, me decía Gilbert Becaud en el Mesón de San Antonio, es un valor supremo, sólo comparable con el amor.

Era el año de 1979.

PABLO ESPINOSA