urante la comida que sostuvo con los invitados internacionales a su toma de posesión, el presidente Andrés Manuel López Obrador firmó con sus homólogos de Guatemala y Honduras, así como con el vicepresidente de El Salvador, un acuerdo para establecer un Plan de Desarrollo Integral que permita reducir la migración desde Centroamérica mediante la generación de empleos y el combate a la pobreza. A partir de este entendimiento, los respectivos gobiernos instruyeron a sus cancillerías para que en el primer trimestre del año entrante trabajen con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) a fin de identificar las áreas de oportunidad
–es decir, los problemas existentes–, así como definir el diseño e implantación del plan referido.
En primer término, el anuncio debe saludarse como un paso en la dirección correcta: a contrapelo del enfoque persecutorio y hasta punitivo con que muchas naciones receptoras abordan el tema migratorio, lo que los mandatarios referidos pusieron sobre la mesa es un proyecto para arraigar a las personas en sus regiones de origen mediante el bienestar social y la creación de oportunidades. Sin duda alguna, esta idea podría representar un avance sustancial y contribuir a conjurar los impulsos xenófobos a los que algunos sectores de la sociedad mexicana se han entregado en meses recientes.
Otro aspecto novedoso del acuerdo de entendimiento suscrito entre los representantes de las naciones que conforman el denominado Triángulo Norte de Centroamérica y el gobierno mexicano es el hecho de que no considera la migración como una amenaza ni como una fatalidad, sino como un fenómeno sobre el cual se puede incidir de manera positiva al erradicar las causas que empujan a la gente a irse. Al mismo tiempo, se reconoce como responsabilidad del Estado proveer las condiciones necesarias para que los ciudadanos permanezcan en sus territorios natales.
También debe señalarse que sería poco realista exigir un plan completo y operativo para abordar esta compleja problemática a sólo unas horas de que el nuevo gobierno mexicano entrara en funciones, pero no puede obviarse la urgencia de avanzar en ese camino, pues cada día que transcurre sin un tratamiento integral del fenómeno migratorio supone sufrimiento y un peligro adicional para todas las personas que intentan la vía terrestre hacia Estados Unidos, ya sea porque buscan oportunidades laborales que en su tierra les son negadas o porque huyen de la amenaza de la criminalidad.
Cabe esperar que la buena intención manifestada se concrete en los hechos, pero también es necesario advertir contra el riesgo de que las inversiones propuestas como parte de la iniciativa se encaucen hacia fines distintos que el bienestar de las mayorías y, en particular, de los sectores más vulnerables de cada sociedad. En el pasado reciente, proyectos como el fallido Plan Puebla Panamá usaron el mejoramiento de las condiciones de vida en el sureste mexicano y de las naciones centroamericanas como pretexto para poner recursos públicos al servicio de corporaciones privadas cuyo actuar no guarda relación alguna con la justicia social y la económica indispensable para atajar el fenómeno migratorio. Con el fin de evitar estas desviaciones, será necesario un trabajo diplomático y político que permita entender a los gobiernos centroamericanos involucrados las formas de incidencia que implica generar bienestar antes que utilidades, y los persuada de mantener el espíritu y el contenido social que animan un enfoque con las características señaladas.