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El dinero importa más que el asesinato
O

ttawa. A casi 8 mil kilómetros de la ciudad donde su cuerpo fue sepultado en secreto –ya sea entero o en pedazos– por sus asesinos sauditas, la muerte de Jamal Kha-shoggi sacude ahora los escrúpulos y los bolsillos de otro país. Canadá, tierra de los libres y las conciencias liberales –especialmente durante el mandato de Justin Trudeau–, de pronto se ve confrontada con los frutos de los antecesores conservadores del joven y brillante primer ministro, y una simple cuestión de conciencia: ¿debe Trudeau romper un acuerdo de 2014 para vender equipo militar a Arabia Saudita por casi 12 mil millones de dólares? (15 mil millones de dólares canadienses).

Cuando Canadá decidió vender sus flamantes vehículos blindados ligeros (LAV, por sus siglas en inglés) al reino saudita, éste ya tenía una bien merecida fama por sus decapitaciones y por su apoyo a islamitas violentos fuertemente armados. Pero Mohamed bin Salmán aún no era el príncipe heredero de su piadoso Estado. Los sauditas aún no invadían Yemen, ni le cortaban las cabezas a los líderes chiítas ni encarcelaban a sus propios príncipes, ni habían secuestrado al primer ministro libanés, ni habían descuartizado a Khashoggi.

Por lo tanto, el gobierno conservador canadiense de Stephen Harper no tuvo escrúpulo alguno en llegar a un acuerdo sobre la venta a Riad de esos pequeños monstruos blindados que son los LAV, especialmente porque eran para transporte y protección de funcionarios del reino.

Es difícil acusar a Trudeau de solapar al régimen saudita. En agosto pasado, cuando los muchachos de Mohammed bin Salmán ordenaron la expulsión del embajador canadiense en Riad y suspendió todos los acuerdos comerciales con Canadá después de que el canciller de Trudeau protestó sobre el arresto de mujeres que militaban por sus derechos. Los canadienses hicieron acusaciones falsas, señalaron las sauditas, cuya reputación por hacer acusaciones falsas pronto alcanzaría proporciones dignas de una película de terror de Hollywood.

Entonces Trudeau estuvo castigado, no sólo por Riad sino por Washington, pues dos meses antes Trump lo llamó deshonesto y débil.

Desde luego, tan pronto se supo que Khashoggi fue asesinado en el consulado saudita en Estambul, la conciencia liberal de Canadá despertó. Se pensaba que era seguro que Trudeau rompería el acuerdo de 2014 por esos brillantes y ligeros vehículos que Harper ofreció a los sauditas. ¡Ay!, pero resultó que hace unos días se informó que el acuerdo incluye lo que el gobierno describió como una cláusula de prohibición de cancelación que indicaba que de no completarse la transacción se penalizaría a los canadienses con millones de dólares. Aún así, cancelar el contrato tenía sentido desde un punto de vista económico, pero como todas las cosas que involucran a los sauditas últimamente, surgiría el factor sorpresa.

Resultó que –¡Ay, ay!– esos inofensivos LAV canadienses fueron grabados en video en una provincia del este saudita en 2017 reprimiendo una rebelión civil chiíta.

El ministerio canadiense del Exterior –que hoy se ha rebautizado como departamento de Asuntos Globales de Canadá, lo cual es toda una obra maestra– suspendió las exportaciones de armas y ordenó una completa y profunda investigación; igual a la que hoy conducen con entusiasmo los sauditas en torno al asesinato y entierro clandestino de Khashoggi. La versión canadiense de dicha investigación concluyó que los vehículos habían sido modificados por los sauditas tras su exportación.

Para entonces, Mohamed bin Salmán ya era el dueño del circo en Riad, y Trudeau ya era el dueño del circo en Ottawa. Pero llegó otra vez el factor sorpresa saudita. Trascendió que los LAV fueron modificados secretamente con torretas y ametralladoras y entonces fueron usados en una operación saudita de 2017 en la que murieron 20 civiles –y aquí interviene la Deux ex machina (Dios desde la máquina) que le gana a todas las demás– el reporte de Asuntos Globales agregó (en una sátira inconsciente) que no hubo violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas sauditas que hicieron esfuerzos por minimizar las bajas civiles. El documento agregó (lo adivinaron, lectores) que el uso de la fuerza fue proporcionado y apropiado.

Gracias al cielo, los sauditas dispararon ametralladoras instaladas en esos vehículos en vez de atacar a sus enemigos con cuchillos y seguetas cortahueso.

Pero ahora –y aquí la más gastada metáfora resulta la más apropiada– el cuchillo fue clavado en la espalda de Trudeau. Un tal Ed Fast, diputado de la oposición conservadora de Canadá, quien fungió como ministro de Comercio conservador, fue quien ayudó originalmente a lograr los lucrativos acuerdos de ventas de armas con los sauditas. Él explicó que las cláusulas sobre penalizaciones por no completar la transacción no tienen nada qué ver con él y fueron añadidas posteriormente por la compañía General Dynamics Land Systems, que fue la que armó estas miserables máquinas en Ontario.

Fast añadió, el pasado fin de semana, que el contrato debe cumplirse, y que lo que Canadá debe hacer es castigar a los sauditas enfocándose en las propiedades de los que violan los derechos humanos y poner fin a las importaciones de petróleo del reino.

Nadie ha disfrutado esto tanto como los sauditas porque Ed Fast tuvo una recaída al expresar una alucinante opinión que minimizaba el asesinato de Khashoggi: describió el descuartizamiento del periodista saudita en Estambul como un tema y una situación, y me imagino que se refería a un problema. Porque según Fast la cancelación del acuerdo de venta de armas no castigaría realmente a los sauditas, y de todas formas –ahí vamos de nuevo– ellos comprarían vehículos blindados a otros países.

Dennis Horak, ex embajador canadiense en Arabia Saudita –es extraño cómo estos ex embajadores tienen la costumbre de defender a Riad–, anunció que la cancelación sólo serviría para castigar a más de 3 mil canadienses que verían desaparecer sus empleos como trabajadores de clase media altamente calificados por un gesto que no afectaría en nada a Arabia Saudita. Un mensaje así se perderá en el liderazgo saudita, agregó. Venderles vehículos blindados no fue un favor sino una transacción comercial.

Horak declaró al periódico Toronto Star que lo que se debe hacer es hablar directamente con los sauditas e involucrarlos en vez de aislarlos.

¿Quién diría que este es el mismo embajador Horaka a quien los sauditas expulsaron de Riad apenas en agosto pasado, después de que la cancillería canadiense protestó por el arresto de mujeres activistas en el reino? ¿Es que quiere que lo dejen regresar, por amor de Dios?

No es difícil apreciar la moral –o más bien la inmoralidad– de la historia. Las armas siempre serán más importantes que el asesinato. Nuestros amigos de la clase media y sus familias –porque afortunadamente no he visto que haya muchas mujeres entre los directivos de las compañías de armas– deben tener sus empleos asegurados a cualquier precio, incluidos muertos.

Bodas en Yemen, hospitales bombardeados o periodistas descuartizados. Y eso que hace apenas dos semanas nos enteramos que en los consulados pueden hacerse cosas más ambiciosas que tramitar divorcios. Siempre se corta la tela a la medida de los escrúpulos hasta de los más liberales estados occidentales, para que los temas y situaciones no interfieran con las transacciones comerciales de la economía global.

The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca