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Ver día anteriorLunes 29 de enero de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El cuaderno que se fue
E

mpecé por buscar el cuaderno que había perdido tiempo atrás. ¿Cuánto? Un buen. De pronto me inquietaba, tanto. Procuro no perder cuadernos, pero ese resbaló de mis manos en un parpadeo y selló su destino pasto del olvido. Nunca más volví a llevar anotaciones de diario. Entre otros asuntos, eso incluía aquel cuaderno. No recuerdo su contenido, o lo almaceno en la nebulosa que me invento a posteriori. El futuro inventa pasados y los da por válidos. En aquel tiempo no tenías respaldos, no existían memorias externas ni discos compactos, ni siquiera los duros, ya no digamos blandos o etéreos. Perder un cuaderno de ese tipo era peor que perder hoy la computadora. Para mí valían más que cualquier equipaje esos sueños, inventos, testimonios verídicos en primera persona de la ingenuidad de alguien lo suficientemente joven para creerse importante.

Muy usado. Muy escrito por un periodo intenso y dislocado. Por sus páginas desfilaban o posaban con su nombre una serie de personas entonces relevantes para mi existencia. También corría un rosario de lamentos y berridos de los malos días, que era cuando más escribía en el cuaderno que perdí y años después me pongo a buscar.

Algo así como una novela espontánea sin la intención de serlo. Un testimonio sin hipocresías ni segundas intenciones, mucho más intenso que los actuales snap shots de quinta generación. Enteramente íntimo. No que ahora uno retrata y rubrica hasta el sushi de anoche.

Tiempos románticos fueron esos, cuando las cartas eran de carne y hueso y papel, y tenías dos opciones. O correo postal en sobre cerrado, timbrado y sellado, con o sin remitente, lo cual tomaba tres o cuatro días nacional, y semana o semana y media internacional, excepto Estados Unidos, que siempre fue expedito. O las más arriesgadas, las más tontas, las más emocionantes y aterradas, las cartas entregadas en persona. En un punto intermedio, las deslizadas en el pupitre, bajo la puerta, en el morral o la bolsa de su suéter, las anónimas cartas depositadas en el limbo de la melancolía.

Cuadernos donde uno anota pensamientos, encantamientos. Por épocas apenas me daba tiempo para ellos, ocupado como estaba en el amor o el trabajo. En el desamor en cambio siempre sobran el tiempo y la urgencia lamentosa. Entonces escribía quebrantos, quejas, desilusiones y abandonos con el mayor detalle. Kafka mismo lo advierte, uno baja al diario cuando anda en el nada más quejarse sin ganas de inventar o investigar qué hace un perro.

No era eso lo único en sus páginas, que sin duda mi memoria sobrevalora. Las lecturas se anotaban o comentaban solas, cambiantes protagonistas de mis días, cuando todavía me leía una novela en 24 o 48 horas, o libros de índole más prosaica en menos. Los de poesía no cuentan, siempre tuvieron vida propia, de tal manera que no terminan, unos menos que otros, están los que por más que releas nunca te los acabas. Pero eso no lo llamo lectura, sino respiración. El cuaderno contenía poemas, me temo.

Pero, sobre todo, el tipo de información que haría la delicia de las redes sociales, si hubiesen existido. Clímax del chisme, el balconeo, el ridículo, el descaro del resentimiento. De la intimidad erótica, presumiéndome perverso pero sincero. Así que ay qué pena, extraviarlo fue quedar en cueros, soltar el hilo, tullir la memoria, ponerse a merced del enemigo.

Siempre me consoló que no llevara mi firma, ni mi nombre, ni mis generales. Sólo mi grafía. El cuadrito en la guarda decía este cuaderno pertenece a: sobre dos líneas en blanco. Vivíamos en un mundo que aún permitía el secreto en primera instancia. Para romper el hechizo la gente acudía al confesor, al analista o al cómplice. Yo prefería ir a gritar mis secretos a punta de un cerro, o garrapatearlos en letra de molde, como en cierto cuaderno que extravié, involuntaria botella al mar. Llega el día de quererlo recordar. Inútilmente. ¿Cómo localizar un cuaderno tamaño carta que se quedó dormido en el canasto de un respaldo de autobús a medio camino a ninguna parte del cual descendí sintiéndome perseguido, y por eso me distraje? Allí quedó para siempre. De vez en cuando vuelvo a buscarlo en la curvatura del universo, sin resignarme a que se borró y no existe. No hay nube que me respalde, ni archivo de Gobernación o la policía. Ni el servidor maestro de algún mastodonte digitalizado. Puro arar en el mar. Como si no hubiera existido. Por suerte.