Opinión
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Los Zetas, en el corazón del poder público
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e acuerdo con un estudio divulgado por Ariel Dulitzky, ex relator de la ONU y ahora director de la Clínica de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas, el grupo delictivo Los Zetas entregó sobornos a funcionarios de Petróleos Mexicanos (Pemex), de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de la Procuraduría General de la República (PGR), así como a los gobernadores de Veracruz y Coahuila y a elementos del Ejército Mexicano. El documento se basa en testigos en audiencias penales en Estados Unidos, entre ellos Juan Carlos Hinojosa, que fue contador de esa organización criminal, quien habló de entregas de dinero para ganar licitaciones en nombre de empresas que operaban para Los Zetas.

Aunque los testimonios de testigos protegidos deben tomarse con la precaución debida, los mencionados por el equipo universitario texano corroboran múltiples y desatendidas denuncias sobre la connivencia entre altos funcionarios y los cárteles del narcotráfico, y permiten entender el rotundo fracaso de la estrategia de lucha contra la delincuencia adoptada en el sexenio pasado la cual, sin arreglos turbios como los mencionados, resultaría difícilmente explicable.

Por ejemplo, no es fácil entender que los grupos dedicados al robo y la comercialización ilícita de combustibles hayan prosperado sin la complicidad de empleados de alto nivel de Pemex; no sería posible la persistencia de las organizaciones criminales en extensas regiones del país, de no ser por la inacción de las autoridades, y esta inacción sólo puede entenderse por la corrupción de altos mandos de la administración pública.

Así, pues, los datos de la Universidad de Texas validan innumerables deducciones realizadas desde hace lustros por diversas voces políticas, sociales y académicas, y resultan plenamente verosímiles en la medida en que encajan con la pavorosa realidad de la corrupción en el país. Ésta tiene como componente fundamental la penetración de la delincuencia organizada en el aparato de Estado y –particularmente grave– en instituciones que tienen la obligación legal de combatirla, como la PGR, o que la han recibido como un encargo ajeno a su misión constitucional, como el Ejército Mexicano, o que tienen una indudable relevancia estratégica, como Pemex y la CFE.

En años recientes se ha comprobado con datos duros que la severa descomposición en la administración pública no es etérea ni cultural, sino que tiene nombres y apellidos: los escándalos de Grupo Higa, OHL, Odebrecht y los Papeles de Panamá.

Las inadmisibles prácticas fiscales de la masiva devolución de impuestos a un puñado de consorcios y las más recientes filtraciones sobre la utilización consuetudinaria de mecanismos offshore por un pequeño grupo de privilegiados habrían debido conducir a investigaciones puntuales y exhaustivas, no a mecanismos de simulación y distracción de la opinión pública. Ahora, el panorama de relaciones corruptas entre Los Zetas y distintos ámbitos gubernamentales y empresas públicas confirma la urgencia de emprender un saneamiento sincero, riguroso y a fondo de la corrupción enquistada en las instituciones.

Porque, una vez conocidos estos datos, es ineludible el hecho de que la venalidad y la descomposición en diversas entidades gubernamentales se traducen, en una forma mucho más directa e inmediata de lo que podría pensarse, en zozobra, violencia y muerte para los ciudadanos pacíficos y honrados.