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Ganar soberanía

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hora toca hacer frente a tiempos oscuros que tal vez remitan a la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca y el giro mundial hacia la destrucción bélica, el aplastamiento de libertades individuales, la paranoia policial generalizada y la cínica utilización del poder militar imperial para la consecución de los negocios del clan presidencial.

Pero, a diferencia de Bush, el empresario neoyorquino encarna las corrientes aislacionistas estadunidenses que depositan en la globalización el origen de todos los males y que, por ello, miran con recelo a la OTAN y los acuerdos de libre comercio, y sueñan con desvincular a la todavía superpotencia de sus más sólidos aliados y socios. Ya Trump tendrá tiempo de responderse cómo emprender grandes aventuras militares (la amenaza sobre Irán es explícita) sin contar con coaliciones multinacionales que se definen, en última instancia, por la comunión de propósitos económicos. La promesa de Trump de reconstruir el esplendor estadunidense –que obliga, junto con sus arengas racistas, a recordar los demagógicos propósitos de restauración imperial de Mussolini y de Hitler– es imposible de cumplir, porque si Estados Unidos ha sido capaz de sobrevivir a su propia decadencia ello se debe a su capacidad de descentralizar su propio poder y de construir un sofisticado aparato de colaboración política, económica, tecnológica y militar con potencias antiguas y emergentes y de poner esa red al servicio de los capitales transnacionales en general, no exclusivamente de los estadunidenses. La complejidad de esa construcción –indispensable para Washington– es incompatible con la manifiesta brutalidad del magnate, quien propugna el predominio mundial del empresariado de su país.

En lo que respecta a México y a los mexicanos, Trump representa una amenaza real. El ahora presidente electo ha alimentado el odio racista en contra de los connacionales que viven y trabajan en Estados Unidos, ha amagado con deportarlos en forma masiva; ha sido claro en su amenaza de imponer a nuestro país, manu militari, el pago por la construcción de un muro divisorio. Además, se ha manifestado a favor de la revisión radical –si no es que de la derogación– del Tratado de Libre Comercio y de llevar de vuelta a su país a las empresas estadunidenses hoy en día instaladas en el nuestro. El acento electorero y demagógico de semejantes propósitos no logra ocultar su carácter de expresiones del genuino pensamiento del individuo que en un par de meses estará despachando en la oficina oval de la Casa Blanca.

Pero, sin llegar a minimizar el antimexicanismo de Trump como un mero conjunto de fanfarronadas, lo cierto es que sus acciones agresivas son difícilmente realizables. Puede esperarse un incremento cuantitativo de las deportaciones, pero la expulsión generalizada de indocumentados exigiría un aparato administrativo y policial del que Washington carece y que costaría un dineral a los contribuyentes. Lo más peligroso de la retórica racista del magnate no es lo que éste pueda hacer desde el gobierno, sino que alimenta a los grupos supremacistas y antiinmigrantes, los cuales pueden verse alentados a emprender agresiones y hasta cacerías en contra de nuestros connacionales y de otros grupos de migrantes, particularmente los de credo islámico.

En el fondo, la idea de prescindir de la mano de obra indocumentada parte de la ignorancia de que ésta es un componente fundamental de la competitividad que le queda a la economía estadunidense frente a Europa y Asia. En este sentido, la política migratoria de la superpotencia es un mecanismo hipócrita para regular el astronómico subsidio que recibe de los países de origen de la migración en forma de un trabajo que se paga muy por debajo de su precio explotando la indefensión legal de los sin papeles.

Del famoso muro: ya fue erigido en todos los tramos de frontera en los que la construcción era viable (cerca de un tercio de la línea de demarcación). Cercar miles de kilómetros de desiertos es una estupidez irrealizable en términos económicos y hasta topográficos, a la que seguramente se opondrá la mayor parte de la clase política del país vecino, y la pretensión de obtener los fondos necesarios de las remesas de los mexicanos implica una operación administrativa y financiera tan complicada que el propio Obama la sintetizó con una expresión irónica: suerte con eso. En cuanto a la idea de imponer un gravamen de 35 por ciento a las importaciones desde México, se trataría, a fin de cuentas, de un impuesto interno, habida cuenta del grado de integración de los procesos productivos de numerosas transnacionales de origen estadunidense que operan en nuestro país.

Proyectado a México, el ideario aislacionista y chovinista electo conllevaría una grave afectación a los intereses de Estados Unidos, en primer lugar, y es razonable suponer, en consecuencia, que será frenado por los poderes fácticos empresariales de su país. Trump puede imprimir un freno al proceso de integración y hasta una reducción cuantitativa de los intercambios, pero no es probable que los consejos de administración y los legisladores le permitan una suerte de Usexit del TLC o algo parecido.

Del lado mexicano la economía ya empezó a sufrir el efecto Trump y es probable que experimente una nueva y prolongada desaceleración para agravar un desempeño propio de suyo deplorable. Pero la súbita tendencia antiglobalizadora que está por llegar a Washington puede ser, en cambio, una oportunidad inesperada para reducir la dependencia económica y política con respecto al país vecino.

En lo inmediato, la victoria del magnate reduce en forma significativa el margen del infame Acuerdo Transpacífico, firmado por el régimen de Peña Nieto pero aún pendiente de ratificación. Asimismo, el problemón institucional que empieza a gestarse en Washington a raíz de la transición Obama-Trump obligará al poder imperial a centrarse en sus propios problemas y a descuidar su inveterado injerencismo hacia México.

La circunstancia sería ideal si tuviéramos de presidente a un estadista como Lázaro Cárdenas, pero el que está en Los Pinos hoy se llama Enrique Peña. Es trágico que nuestro país carezca en el momento presente de un gobierno nacional propiamente dicho, capaz de aprovechar la coyuntura para recuperar algo o mucho de la soberanía perdida y salir en defensa de esa porción de país a la que podría llamarse México del Norte: decenas de millones de connacionales dispersos en la geografía estadunidense y que más que nunca están en peligro. Pero lo que hay es una suerte de gerencia proconsular sin más proyecto que enriquecerse con dinero público, dar satisfacción a rajatabla a los intereses transnacionales y perpetuarse en el poder por los medios que sea. Lo peligroso para México es que la primera mitad del mandato de Trump coincidirá con el último tercio de un sexenio carente de más política exterior que el alineamiento servil y automático a los designios de Washington.

Aún así, el grado de distanciamiento que Trump logre imponer –y que tendrá efectos económicos perniciosos, sin duda– puede y debe ser aprovechado desde los movimientos sociales y desde la oposición política para ganar soberanía.

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