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El camino radical
G

obernar es comunicar, decía Jaime Goded. Por invertir este principio, las clases políticas mexicanas y en particular el Ejecutivo ya no comunican ni gobiernan.

Para Goded, comunicar es construir y practicar un código común. Dar forma y validez práctica a ese código implica gobernar. Ejemplo bobo es el semáforo: con ese código puede gobernarse el tránsito. Una constitución, cuando expresa realmente la voluntad colectiva y no el consenso de un grupo de iluminados o facciones, puede ser código común. Como lo es una propuesta de un gobernante que la gente hace suya. Está gobernando con ella.

En 2015 el gobierno mexicano gastó 11 millones de pesos diarios en lo que llama comunicación. Pero no comunica. Las propuestas que así circulan no generan consenso, sino rechazo. Cae continuamente la popularidad de quien se quiere exaltar a costo tan alto. Se pierde de ese modo capacidad real de gobierno… y poder político. Sólo queda recurrir a medios coercitivos: la cooptación, la corrupción y finalmente la policía y al Ejército.

Esta incapacidad brutal de las clases políticas para gobernar y comunicar se demostró ampliamente en el episodio electoral que culminó ayer. Partidos y candidatos gastaron cantidades inmensas de dineros legales e ilegales en su propaganda. El único código común que consiguieron es: No hay a quién irle. El lodo que se estuvieron arrojando mutuamente permitió mostrar con claridad la baja estatura moral, la gran corrupción y la abierta incompetencia de todos los partidos y de candidatas y candidatos.

El episodio mostró también la manera en que la droga de las elecciones y del sistema de representación montado en ellas se han convertido en adicción peligrosa. La conciencia popular es cada vez más clara sobre la dañina esterilidad de este juego mercadotécnico hundido en la corrupción. Se dice ahora, con la sorna del caso, que hay una gran conciencia cívica: la gente sabe al fin que su voto vale. Las tortas pasaron a la historia hace décadas. Hay tiendas que pagaron el voto a 3 mil pesos y otras que hicieron arreglos por millones con líderes u organizaciones.

Millones de votos del día de ayer fueron expresión de corrupción, de temor, de alguna forma de coerción... El llamado voto duro sigue contando, pero ha cambiado su configuración, su carácter y su peso en el resultado, al modificarse mecanismos y dispositivos del control regional. En muchos casos el resultado quedó en manos del azar: fue un producto estadístico que no pudo expresar en forma alguna una voluntad colectiva.

El extendido rechazo al sistema mismo y a los partidos no encontró una forma adecuada de expresarse. ¿Cómo expresarlo? No votar o anular el voto son reacciones insuficientes o inadecuadas: no dicen con claridad lo que se quiere decir, hasta cuando hacerlo corresponde a una decisión comunitaria, como ocurrió ayer en algunos casos. Muchos especialistas consideran que sólo incrementan el peso del voto duro.

Las elecciones se realizaron en el conflictivo contexto de la guerra que se libra contra los maestros y abarca a capas cada vez más amplias de la población, que los están apoyando. Como dice el tercio compa que mandó el EZLN a ver qué pasaba en Tuxtla y Chiapa de Corzo: Quién sabe qué vaya a pasar, pero los malos gobiernos ya perdieron.

Se viene encima una lucha larga y compleja. No puede el gobierno aceptar que su mal llamada reforma educativa fracasó. No puede la CNTE rendirse antes de iniciar una negociación. ¿Cómo escapar de ese atolladero? Se trata de un predicamento muy semejante al de ayer: ¿cómo optar… cuando no parece haber opción?

Radicalizarse es ir a la raíz. Y la raíz de todo esto está clara. No es asunto de personas o partidos. La lucha de los maestros es también la de los pueblos indígenas y de muchos otros sectores, porque es a final de cuentas una lucha contra el despojo creciente y la destrucción de la fuerza laboral como estrategias del capital. En esa lucha, los territorios indígenas eran y siguen siendo uno de los principales frentes de batalla. La escuela lo es también.

Sin abandonar la calle, en la que se necesita prudencia, astucia y organización como nunca, hay que concentrarse en los propios espacios, donde pueden poco o nada las manos poderosas pero torpes del gobierno. Ahí ha de tejerse la organización. No cabe reducirla a la mera defensa, aunque ésta sea hoy una tarea indispensable. Se trata de construir paso a paso, de poquito en poquito, las realidades sociales y políticas que empiezan ya a sustituir a los aparatos que ya no dan más de sí, los del capital y de sus administradores estatales, los de la era que termina.

No hay opciones: es preciso construirlas.