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Ventanas
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Periódico La Jornada
Martes 14 de abril de 2015, p. 8

Durante la década de los años 90 del siglo pasado, Eduardo Galeano compartió en la sección Cultura de La Jornada sus Ventanas, relatos brevísimos que eran eran hilos sueltos y todavía no formaban parte de una trama común, como explicó el autor cuando reunió parte de ese material para conformar el libro Bocas del tiempo, que en 2004 publicó el sello Siglo XXI Editores. Recordamos en estas páginas algunas de ellas.

La abnegada

La esposa hacendosa no retoza ni reposa.

Consuelo, la señora de Camargo, vivió obedeciendo al mandato bíblico y a la tradición histórica.

Para entonces ya se habían difundido bastante la máquina lavarropas, la aspiradora eléctrica y el orgasmo femenino, que habían llegado poco después de la penicilina; pero Consuelo nunca se enteraba de las novedades.

Ella barría, lustraba, enjabonaba, enjuagaba, planchaba, cosía y cocinaba. A las doce en punto de cada día servía el almuerzo, y a las ocho en punto la cena. Jamás se atrasó, jamás se adelantó. El marido era muy exigente en eso de la puntualidad. Ella comía en silencio, porque no era mujer opinativa ni preguntativa, mientras él contaba sus hazañas presentes y pasadas. En las noches, Consuelo se demoraba lavando los platos, y después entraba en la cama rogando a Dios que él estuviera dormido.

Una vez, ella fue a visitar a una hermana enferma. Regresó al anochecer, y encontró al marido muerto.

Desde entonces, dicen, Consuelo cambió de barrio, de apellido y de vida.

También dicen que, algunos años más tarde, ella corrigió algún errorcito de esta versión de los hechos.

Se lo contó, dicen, a un vecino llamado Gerardo Mendive, que se lo contó a un vecino que se lo contó a otro vecino que se lo contó a otro.

Al volver de la casa de la hermana, Consuelo encontró al marido en el suelo, pataleando, boqueando, bizcos los ojos, la cara de color tomate, y pasó de largo, se metió en la cocina, preparó un banquete de calamares en su tinta y merluza a la vasca y a las ocho en punto de la noche, como era su deber, sirvió la cena en la mesa sin nadie, confirmó que él estaba definitivamente quieto, se persignó, se vistió de negro y llamó por teléfono al médico.

Pérez

Cuando Mariana cumplió seis años, algún vecino de Calella de la Costa le regaló un pollito azul.

El pollito no sólo tenía plumas azules, que lanzaban destellos violáceos al sol, sino que además meaba azul y piaba azul. Era un milagro de la naturaleza, quizás ayudada por alguna inyección de anilinas en el huevo.

Mariana lo bautizó con el nombre de Pérez. Fueron amigos. Pasaban horas charlando en la terraza, mientras Pérez caminaba picoteando migas de pan.

Poco duró el pollito. Y cuando llegó a su fin esa breve vida azul, Mariana se sentó en el piso, como para no levantarse nunca, y allí se quedó, la cabeza caída, la vista clavada en una baldosa. Sollozaba, no hablaba. Sólo habló para decir:

Apena la vida sin Pérez.

El diluvio

Dios había decidido repetir el castigo. Harto de las violencias del mundo, él había decidido borrar de la faz de la tierra toda la carne creada por su mano. Iban a ser exterminadas las gentes y las bestias y las sierpes y hasta las aves del cielo.

Cuando el sabio Johannes Stoeffler dio a conocer la fecha exacta del segundo diluvio universal, que iba a sepultar a todos bajo las aguas el día 4 de febrero de l524, el conde von Igleheim se encogió de hombros. Pero entonces ocurrió que Dios en persona se le apareció en sueños, barba de relámpagos, voz de truenos, y le anunció:

–Morirás ahogado.

El conde von Igleheim, que era capaz de repetir la Biblia entera de memoria, saltó del lecho y mandó llamar de urgencia a los mejores carpinteros de la región. Y en un santiamén apareció en las aguas del río Rin una inmensa arca flotante, alta de tres pisos, hecha de maderas resinosas y calafateada por dentro y por fuera. Y el conde se metió en ella, con su familia y toda su servidumbre y víveres en abundancia, y llevó al arca una pareja de macho y hembra de cada especie de todos los bichos que poblaban la tierra y el aire. Y esperó.

Cayó lluvia en el día señalado. No mucha, fue más bien una llovizna; pero las primeras gotas bastaron para desatar el pánico de la humanidad. Todo el mundo enloqueció. Y una multitud desesperada invadió los muelles y se apoderó del arca.

El conde opuso resistencia y fue arrojado a las aguas del río, donde ahogado murió.

Cadáver Exquisito

Acaso la última de las mundanidades a las que uno puede presentarse, sin miedo al ridículo, con una jeta momificada por la seriedad y un buen olor a naftalina en cada gesto es un entierro. Ninguno de esos personajes, para quienes el irrespeto es el pan de cada día, podrá burlarse de usted, como hubiese podido hacerlo en otras fiestas: bautizos, 15 años, matrimonios… si se presenta usted con sus mejores ropas, ésas que no pueden usarse a diario y que por una vez, en fin, uno tiene la posibilidad de sacar a relucir junto con un sombrero y la expresión, perdón por el pleonasmo, de entierro.

¿Por qué este respeto inusitado en una época donde la ironía y el sarcaso han demolido nuestras mejores y festivas tradiciones, tal vez por un celo envidioso de la alegría ajena?

Para responder a esta grave cuestión, no nos queda más que recurrir a ejemplos vividos del evento en cuestión. Cabe señalar, para los lectores puntillosos, que un entierro puede reducirse a una incineración.

En efecto, para la festividad en cuestión, se necesita un cuerpo, de preferencia inanimado. Es decir, un cadáver en carne y hueso. Me dirá usted que, dado el número de habitantes del planeta, no pueden faltar los caros difuntos. Pero el muerto en cuestión es un ser al que, quién sabe por qué motivos, se le encuentran cualidades y virtudes que nunca se le descubrieron en vida. Así, se eleva un aura de respeto que le permite permanecer acostado mientras los pobres sobrevivientes no pueden sentarse a sus anchas a menos de 10 metros. Se le permite también –al muerto– no responder a ninguna pregunta ni saludo, como si por el nimio hecho de morirse, acto irrisorio que todos llevan a cabo en mejores o peores circunstancias, hubiese adquirido el estatuto de monarca.

Así, puede llegarse a la conclusión de que la muerte posee el poder de revelarnos la generosidad de un ladrón, la benevolencia de un asesino, la grandeza de un hombre oscuro.

En fin, la verdadera verdad aparece. Otra verdad, más ligera, pero que puede ayudar a la comprensión de este ilegítimo respeto del que sigue gozando una ceremonia fúnebre: cualquiera puede presentarse al entierro sin necesidad de ser invitado. Una buena cara de compunción, un sollozo y, de vez en cuando, sobre todo si las miradas de los otros asistentes se posan en uno, las muestras de un doloroso retortijón, bastan para justificar nuestra presencia y la oculta pero sincera, aunque naciente, amistad con el actual cadáver. Quedan así claras las ventajas, a veces incluso pecuniarias, de los entierros. Superiores en esto a las incineraciones que encierran a la asistencia en la sala de un frío crematorio sin dejarla comentar, saludar y expanderse a sus anchas con la voz baja del secreto indispensable a los buenos negocios. ¿Qué mala lengua podría insinuar que la conversación no es sobre las calidades del difunto?

Sin contar con que a un entierro, y menos a una incineración –puesto que cierran las puertas como en la ópera–, a nadie se permite llegar tarde. El respeto exige una puntualidad que todas las otras fiestas han perdido.

Esto explica, por ejemplo, la desesperada prisa de Jorge Camacho, acuciado por los gritos de su mujer Margarita, cuando veíamos avanzar las agujas del reloj hacia la hora en que se había anunciado el entierro del fotógrafo Jesse Fernández. Margarita, trajeada de negro Chanel y con un velito que caía sobre sus ojos desde el sombrero de plumas, indicó un cortejo que no era el nuestro a Jorge. Casi nos perdemos el principio del entierro… En fin, llegamos a tiempo y pudimos llevar a cabo las mundanidades convenidas:

El pintor Antonio Saura a Cioran: No nos veíamos desde el entierro de Cortázar. “No, no. Nos vimos en la incineración de Michaux, a menos que me falle la memoria y…”, le respondió filosófico el filósofo.

Lugar de encuentros, sea para mostrar la salud rozagante que permitirá asistir a otros entierros, sea –caso de colmo de esnobismo– para mostrar una salud tan acabada que parece anunciar que usted será el próximo. En cuyo caso se merecen ya todos los respetos debidos a la persona encerrada en un ataúd.

Travesía

Así ha sido, y sigue siendo.

Desde mucho antes de que hubiera gente en el mundo, las mariposas viajan.

Cuando el otoño anuncia que viene el frío, ellas abandonan las costas del norte de América y vuelan hacia los bosques de los volcanes en el centro de México. Un luminoso río de mariposas fluye, entonces, a través del cielo. Muy larga es la travesía sobre playas y praderas y ciudades y sobre los grandes lagos y las cadenas montañosas y el desierto de nunca acabar. El suave oleaje, olas de alas, va dejando a su paso una estela de color naranja en las alturas.

Mientras dura el viaje, muchas mariposas mueren volteadas por los vientos y las lluvias, y todas las demás mueren porque se acaba su breve vida en el mundo. De las que han partido, ninguna llega; pero el viaje sigue, y sigue. Las mariposas van muriendo en el camino, y en el camino van naciendo. Las que aterrizan en los bosques del sur son las tataranietas de las que habían iniciado el vuelo en el norte lejano.

Maneras de morir

Llueve muerte. En el moridero caen los colombianos por bala o cuchillo, por machetazo o garrotazo, por horca o fuego, por bomba que viene del cielo o mina que estalla bajo los pies.

Una chalupa lleva a Carlos Beristain a lo largo de los ríos Perancho y Peranchito. En la selva de Urabá, bajo un techo de palo y palma, una mujer llamada Eligia se abanica y dice, o desea:

-Qué rico sería morir naturalmente.

La venganza

La casa, todavía en pie, parece viva; pero ha muerto por asfixia.

Según la gente del lugar, ésta fue la primera casa de Hernán Cortés en tierras de México. Cortés mandó que fuera hecha de adobe y piedras del río Huitzilapan, y corales de los arrecifes del mar, cerquita de la ceiba donde había amarrado su nave capitana.

El conquistador no pudo adivinar que un árbol enorme vengaría, en los siglos por venir, a esta tierra humillada. El árbol ha estrangulado su casa con mil brazos. Ramas, lianas y raíces han aplastado las paredes, han invadido el patio y han tapiado las ventanas, por donde ya no entra ni un poquito de luz. El tupido ramaje sólo ha dejado una puerta abierta, para nadie, mientras día tras día se sigue cumpliendo la lenta ceremonia de la devoración, ante la indiferencia o el desprecio de los vecinos.

Los vivos y los muertos

En 1975, Lal Bihari necesitó, para no sé qué trámites, un certificado de nacimiento. Lo solicitó en la ciudad de Azamgarh. Recibió, en cambio, un certificado de defunción.

Entonces Lal inició un largo peregrinaje, de oficina en oficina. Diecinueve años después logró que la burocracia hindú lo quitara de la lista de fallecidos. Había conseguido probar, por fin, que él estaba legalmente muerto, pero biológicamente vivo.

Yo conozco muchos casos al revés.

Los tesoros escondidos

El taxi hacía piruetas de circo, pero no había manera de abrirse paso. Nos resignamos. El destino y el embotellamiento del tránsito nos mandaban quedarnos quietos en esa calle de Guadalajara, hasta que alguna vez se acabara la eternidad.

Alguien golpeó la ventanilla. La sueñera me hizo violar la regla más elemental de la seguridad urbana; y abrí. Y ese alguien me entregó una tarjeta, o más bien un tarjetón, y se alejó entre los automóviles.

¿Ha visto arder?, leí. Pegué un respingo. Y en la línea siguiente: ¿Ha escuchado secretos? Y después: ¿Sabe de algún tesoro oculto en haciendas, casas antiguas o montañas? El texto aconsejaba: No espere más, y ofrecía el servicio más moderno y profesional. Al dorso, figuraba el teléfono, el fax y el e-mail de la empresa de Benito Chávez H., especializada en encontrar tesoros escondidos.

Tomé nota, por si alguna vez me canso de buscar escribiendo.