Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 5 de abril de 2015 Num: 1048

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Philippe Jaccottet:
la hora de un poeta

José María Espinasa

Transiciones: del
papel a la red

Juan Carlos Miranda

Knausgard: escribir
para matar al padre

Carlos Miguélez Monroy

Tortuga
Luis Girarte Martínez

La espiral oceánica
Norma Ávila Jiménez

Arte para la gente
Blanca Villeda entrevista
con Elizabeth Catlett

La miseria de
Stephen King

Edgar Aguilar

Leer

Columnas:
Galería
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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La Jornada Semanal

 
 

Carlos Miguélez Monroy

Foto: www.wikiwand.com

Una obra autobiográfica en la cual el flujo de conciencia está tanto lleno
de recuerdos felices como de pensamientos transgresores

En La muerte del padre está la puerta al mundo de Karl Ove Knausgard, pero el lector puede encontrar la entrada a su propio mundo por la riqueza con la que el autor relata un terreno común a todos los seres humanos. Leer a este escritor noruego es adentrarse en el terreno de la infancia y de la adolescencia.

Se trata del primer tomo de Min Kamp (Mi lucha), la obra autobiográfica que le ha valido al escritor noruego todo tipo de críticas, problemas familiares e incluso amenazas tras desnudar su infancia, su adolescencia y su vida como escritor, pero también a todo su sistema familiar.

Al hablar de sí mismo, da voz a una generación de jóvenes noruegos y de muchas partes del mundo occidental identificados por la música, por el futbol y por otras manifestaciones de cultura pop. Cualquier lector puede vincularse con el mundo de su propio niño o adolescente al leer descripciones de paisajes noruegos que nunca ha pisado, o de situaciones personales ajenas. Knausgard las cuenta de una forma íntima que pertenece al terreno mágico de los recuerdos. Escribe como adulto pero con la mirada del niño y del adolescente que aún mira con asombro un mundo que parece tener posibilidades infinitas.

La figura del padre ocupa un lugar central en toda su obra. La muerte del padre ya deja ver la orfandad que puede suponer tener un padre con el que cuesta trabajo entablar una conversación y al que se le tiene pavor, aunque profundiza en este terror en La isla de la infancia, el tercer tomo de su obra.

“Llevaba varios años intentando escribir sobre mi padre, aunque sin lograrlo, seguramente porque se encontraba demasiado cerca de mi vida, y por eso no se dejaba introducir de una forma distinta, lo que es en sí la condición de la literatura […] La fuerza de la temática y del estilo ha de ser abatida antes de que pueda surgir la literatura. Es esta desintegración lo que llamamos ‘escribir’. Escribir trata más de destruir que de crear. Nadie lo sabía mejor que Rimbaud.”

La muerte del padre trata en realidad de otra desintegración: la del propio padre, omnipresente en su infancia con una personalidad arrolladora que los amedrentaba a él y a su hermano Yngve, alcohólico perdido hacia el final de sus días en casa de su anciana madre, alcohólica también, durmiendo en sus propios desechos: “Él fue su primer hijo. No era de recibo que los hijos muriesen antes que los padres. En absoluto. Y en mi caso, ¿quién había sido mi padre para mí? Alguien cuya muerte había deseado. Entonces, ¿por qué todas esas lágrimas?”

Aunque apenas se relacionara con el padre en los últimos años, se produce un desgarro interno cuando Karl Ove se entera de su muerte y tiene que encargarse, junto con su hermano, del funeral. Se produce el mismo desgarro que le provocaban los ataques de ira de su padre o sus constantes manifestaciones de decepción durante toda su infancia, cuando se convierte en certeza su desaparición del mundo físico.

La preparación de ese funeral lleva a los hermanos hacia los infiernos del padre, cuando Karl Ove se impone a su hermano en la decisión de celebrarlo en la casa de la abuela, donde ha pasado los últimos años de su vida. Le obsesiona reparar el desastre de su padre: “Pensando que todo lo que allí se había destrozado sería ahora reparado. Todo. Todo. Y que yo jamás, bajo ninguna circunstancia, acabaría como él había acabado.”

Esto los obliga a pasarse días limpiando la casa en presencia de la abuela, que repite el mismo chiste una y otra vez, que tiene la mirada oscurecida y perdida, al vacío, que de pronto “desconoce a las personas” y al siguiente instante se comporta como toda la vida.

Al igual que en los otros tomos, Knausgard plasma en su literatura un flujo de conciencia como el que empleaba Virginia Woolf. Los lugares, olores y sensaciones que describe se relacionan con estados de ánimo en distintos momentos de su vida. Son constantes los saltos temporales que llevan de una idea a otra. Ese flujo de conciencia tan descriptivo está lleno de recuerdos felices y de pensamientos transgresores no sólo por su contenido, sino por el atrevimiento de exponerlos en contra de opiniones corrientes y de lo “políticamente correcto”.

Habla como hijo frustrado, como padre frustrado, como esposo frustrado, como escritor frustrado. Pero siempre mantiene una ventana a la esperanza, siempre hay una luz que se cuela por una rendija. Desde niño, Knausgard se fabricó un mundo para escapar del que le imponía su padre, que una vez habló del suicidio, ¿quizá proféticamente?: “Mi padre había hablado en varias ocasiones del suicidio, pero siempre en general, como un simple tema de conversación. Opinaba que las estadísticas de suicidios mentían, y que muchos de los accidentes de coches con conductores solitarios, por no decir casi todos, eran suicidios camuflados.” En cierta forma, una muerte lenta que se alimenta del alcohol puede interpretarse como una forma de matarse. Quizá fuera esto lo que a Knausgard le produjera el desgarro de tantos llantos incontrolables días después de la muerte de su padre.