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La indignación

Queda el silencio, pesado como una losa, dicen compañeros

Habitaciones desiertas en la Normal Rural de Ayotzinapa

A veces no puedo dormir, siento que están aquí, relatan

Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Domingo 9 de noviembre de 2014, p. 11

Ayotzinapa, Guerrero.

La habitación de Gabriel Hernández Lozano es la más desolada de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Cuatro de sus compañeros están desaparecidos, dos murieron, uno fue herido de bala y tres decidieron abandonar la escuela: Éramos 11. Nomás quedé yo. Se siente feo.

Tiene 19 años y es de Ayutla. Usa sandalias de cuero, pantalón de mezclilla y camiseta. Camina lento, se resiste a abrir la puerta negra de su dormitorio. Las pertenencias de sus compañeros desaparecidos siguen intactas. No las ha querido ordenar ni siquiera tocar.

La ropa, los cepillos de dientes, un par de jugos sobre una repisa, los cartones y las colchas en el suelo donde dormían permanecen intactas; todo está como lo dejaron Pérez, Zampango, Randi y Cube. En cambio, las cosas de Julio César El Fierro y Daniel El Chino, se las llevaron sus padres, luego del funeral.

Gabriel se salvó aquella noche porque tenía ensayo de rondalla. Desde entonces su vida estudiantil dio un vuelco. Todavía recuerda como este cuarto era uno de los más alegres de la escuela internado. Aquí convivían, lavaban su ropa, preparaban sus tareas, gritaban, reían, jugaban. Ahora solo queda el denso silencio, pesado como una losa: La mera verdad, me he sentido muy triste, deprimido, angustiado.

Tiene la mirada perdida. A pesar de las ausencias, no quiere abandonar su cuarto. Prefiere seguir en el mismo lugar, esperando, creyendo que todo volverá a ser igual, pensando que la fatalidad que les ha tocado vivir, es pasajera. Conviviendo con fantasmas: A veces no puedo dormir, siento que están aquí. No tengo miedo. Son mis amigos, mis compañeros, siempre nos llevamos bien.

En la sección de dormitorios de los pelones, como les dicen a los estudiantes de primer año, las habitaciones de los ausentes están en similares circunstancias. En el cuarto de Luis Alonso, de 19 años, lo que impera es el caos. Todo sigue igual después del zafarrancho de aquella noche aciaga. Ropa regada, maletas por en medio, comida por todas partes. Nadie ha limpiado ni tocado está habitación.

Aquí están las cosas de los desaparecidos. Nadie las toca, dice en referencia a los cinco compañeros que no están: Mauricio Ortega Valerio, Christian Tomás Colón Garnica, Carlos Iván Ramírez Villarreal, Giovanni Galíndez Guerrero y Carlos Lorenzo Hernández Muñoz.

Como en el resto de las habitaciones no hay camas. Todos duermen en el suelo. Primero un cartón para aislar el frío, luego unas colchas para amortiguar el piso. Las paredes tienen manchas de humedad. En una de las esquinas la maleta de uno de ellos es un cajón de madera. Hay bolsas de plástico llenas de ropa, zapatos y cobijas regadas. Todo está igual como lo dejaron.

Aquella noche del 26 de septiembre, Alexander Mora Ortega le habló por teléfono pidiendo ayuda: “Me dijo que los policías los estaban atacando, que les estaban tirando a matar…”

El grito de auxilio era claro: ¡Ayúdenos!, ya nos quebraron los vidrios con las balas, nos están echando gas lacrimógeno. Nos tienen rodeados.

La angustia transmitida por el teléfono no dejaba dudas. “Se oía asustado. De pronto hubo silencio un rato y se oyó un gritó: ¡No disparen. Somos estudiantes!, luego la comunicación se cortó. Y ya no contestó el celular.

Luis, esperó que su compañero regresara, pero no volvió. Alexander es uno de los 43. De 10 sólo quedan cuatro en esta habitación desordenada: Aquí pasábamos todo: las tristezas, las alegrías; todo aquí, pues. Es muy duro lo que estamos viviendo.

Yectli Morales, de 20 años, está frente a un cartel colocado en el comedor, con las fotos de los 43. Señala a sus compañeros de la sección bilingüe –donde hablan español y lenguas autóctonas–: Mauricio Ortega, Jorge Luis González, Felipe Arnulfo Rosa, Magdaleno Rubén Lauro, Benjamín Ascencio Bautista, Dorián González, Abel García Hernández, Emiliano Alen Gaspar de la Cruz, José Luis Luna, Marcial Pablo Baranda, Abelardo Vázquez Peniten e Israel Caballero Sánchez.

Todos esos me faltan, dice con un dejo de tristeza infinita. Es de Chilapa y habla náhuatl. Hace un par de noches los soñó. Alguien le dijo: Ya están llegando los desaparecidos y corrió al estacionamiento donde bajaban de los autobuses: los vi bien pálidos, flacos, con ropa sucia y toda rota.

Soñar con sus compañeros desaparecidos se ha vuelto recurrente. El de anoche fue especialmente triste: “Estaba sentado en una casa blanca viendo mi celular y vino Benjamín y se sentó a mi lado. Me dijo: ‘Nos chingaron. Nos mataron a todos’. Yo le dije: ¿Qué cosa me estás diciendo? No puede ser. Dime que estás bromeando. Y él se quedaba callado”.

Yectli ya no aguantó más. Hace unos días se cambio de habitación. Faltan seis de sus compañeros. Los recuerdos, sin embargo, lo acompañan y también los sueños. Aquella noche, un hecho fortuito cambió su destino: “Intenté subir a la camioneta, pero el chofer me dijo: ‘Ya no caben. Ustedes se quedan para hacer guardia. Divídanse por el portón, los corrales y la caseta. ¡Váyanse!’”.

No es el primer hecho traumático que vive. Hace ocho meses, asesinaron a su padre que trabajaba en la Pepsi: Secuestraron el camión. Lo bajaron para quitarle el producto. Y le destrozaron la cabeza a balazos.

La situación de la normal se ha vuelto cada día más enrarecida. Está pensando seriamente en abandonar sus estudios: Quiero volver para pelear el seguro. La empresa no nos han dado nada por la muerte de mi papá. En unos días me voy a ir a mi casa, tal vez, ya no vuelva.

Los dormitorios de los normalistas carecen de todo. Son aulas convertidas en improvisadas habitaciones. No hay guardarropa, ni mesillas o camas. Todos reflejan claramente la pobreza en la que viven. En las ventanas, algunas sin vidrios, tienden la ropa lavada.

María Rodríguez, maestra purépecha, lamenta la represión gubernamental que viven actualmente los estudiantes en el país: Ser estudiante para el gobierno es ser delincuente. Tienen más seguros a los criminales que a los estudiantes. ¿A poco no? Los delincuentes andan libres en la calle y a los estudiantes los reprimen, los matan. Recuerdo que antes ser estudiante era un orgullo para la comunidad, ahora ser estudiante es ser blanco de la violencia de Estado.

Un grupo de normalistas de Zacatecas se ha unido a la lucha de sus compañeros. Duermen en una aula contigua a los dormitorios. José Cabral tiene 20 años y está sentado en el suelo: De aquí egresan maestros con conciencia política y el gobierno no quiere eso. Somos una amenaza para ellos.

Su compañero, Manuel Ortega, de 19 años, advierte que su lucha acaba de empezar: Nuestras escuelas son los únicos semilleros donde se forman luchadores sociales. Nosotros no nos callamos. Vamos a seguir reivindicando a nuestros mártires.