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60 años de Ciudad Universitaria
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El rector de la UNAM, José Narro, el 3 de abril de 2014, al cumplirse 60 años de actividades académicas en CUFoto Marco Peláez
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l viernes 3 de abril, en una ceremonia de gran emotividad, presidida por el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el doctor José Narro, se celebraron los 60 años de la inauguración de Ciudad Universitaria.

Aunque contra mis deseos, una emergencia laboral me impidió asistir –soy de la generación 54 de la hoy Facultad de Ingeniería–, pero pude llegar a la comida que los compañeros organizaron después, con la presencia del director de la facultad y la compañía de un buen número de sus entusiastas esposas, en la Torre de Ingeniería de Ciudad Universitaria y gozar de los comentarios del acto previo. Un encuentro espléndido en el que nos rencontramos muchos compañeros que no nos habíamos visto en varios años y recordamos algunas de las múltiples aventuras de aquel 1954.

Como personal colaboración a la celebración, rescato un texto de mis recuerdos que conservo para mis hijos y mis nietos sobre aquellos momentos luminosos.

“Ingresé a la Escuela Nacional de Ingeniería de la UNAM en marzo de 1954, como miembro de la generación que tuvo el privilegio de inaugurar las instalaciones de Ciudad Universitaria.

Mi incorporación a la universidad fue un gran cambio en todos los órdenes –y desde luego en algunos desórdenes, aunque no muy mayores–, un verdadero parteaguas en mi vida: la total libertad para estudiar o no estudiar, el enorme espectro de actividades posibles, los espacios sin muros y los muros con arte, los impresionantes campos deportivos y la gran alberca que nos quedaba enfrente, Ciudad Universitaria y las funciones sustantivas de la universidad: el continente y el contenido; los bellos edificios y los grandes maestros; la universalidad, el mundo del conocimiento, la cultura y la crítica que se abría y se entregaba generoso.

El ingreso a la más antigua casa de cultura del continente, institución que es síntesis del devenir histórico de lo latinoamericano y proyecto de futuros pendientes, fue un acontecimiento crucial en mi existencia.

Yo en lo personal –como seguramente otros miembros de mi generación–, había tenido también la oportunidad de asistir en noviembre de 1952 a la inauguración del estadio de Ciudad Universitaria, al clásico Poli-Universidad de futbol americano, lo que fue extraordinario, a más de emocionante: los Pumas ganaron 20-19 en el último segundo del partido con el retumbar incontenible de los goyas. Pero poco después vendría el acontecimiento fundamental para mi vida: entrar a las aulas de esa maravillosa institución que es la UNAM.

Mis clases, que se iniciaban a las siete de la mañana, me obligaban a levantarme a las cinco para tomar dos camiones que me llevaban desde la colonia Anzures, donde vivía, hasta el monumento a Álvaro Obregón, en Insurgentes, donde los universitarios abordábamos un tercer autobús que a manera de lanzadera iba y venía de ese sitio a CU, puesto ex profeso para el servicio de los asistentes a las magnas instalaciones, que estaban en las afueras de la ciudad y carentes de comunicación.

Los cursos de ese año se iniciaron un poco tarde, pues hubo que esperar la conclusión de la Exposición Alemana en México, que tuvo como sede Ciudad Universitaria, para la cual se utilizaron las instalaciones de varias escuelas.

Mis experiencias universitarias se iniciaron así, en forma extraordinaria, bajo el cobijo de la universidad pública, que es uno de los logros mayores que ha obtenido la sociedad mexicana dentro de tantas luchas por su superación, y específicamente en la Universidad Nacional, auténtica alma mater de nuestra nación y ciertamente la máxima casa de estudios del país, como se le llama casi ya por hábito, tal vez sin mucha conciencia de la veracidad de la calificación y de la trascendencia que como tal ha tenido y seguirá teniendo en el desarrollo de la sociedad nacional en su conjunto.

Las espléndidas instalaciones eran un marco inmejorable para las aspiraciones de cualquier joven. En aquel momento no se daba, –como afortunadamente hoy sucede–, sino excepcionalmente, que jóvenes muy humildes llegaran a la universidad. Éramos casi todos hijos de familias de clase media para arriba los que podíamos gozar de aquel privilegio. Los hijos de los ricos también asistían a la UNAM, ya que por otro lado –y para su fortuna, lo digo sinceramente– no existían universidades privadas que les ofrecieran enseñanza profesional de buen nivel.

Pero no eran las instalaciones lo mejor de la universidad; su planta docente agrupaba a los profesionales más distinguidos del país, entre los que había sólo algunos pocos maestros de tiempo completo, cuyo prestigio trascendió a su propia vida.

En mi primer año, que cursé en el grupo 104 y en el salón 108, –lo refiero porque me tocó inaugurarlo–, tuve mi primer contacto con excelentes profesores, entre quienes destaco al maestro Enrique Rivero Borrel, de recuerdo imperecedero, cuya clase de álgebra y su ejemplo como hombre probo, gentil, pulcro, estricto, justo, disciplinado, puntual, estudioso y culto han sido para mi paso por la cátedra y mi tránsito por la vida, elementos muy importantes.

Y como él, con sus diferencias y sus matices, fueron formando mi preparación como ingeniero, mi devoción por la universidad y mi carácter como profesional y como académico una pléyade de maestros que, a riesgo de omitir alguno, considero de elemental gratitud mencionar a los que a mi juicio fueron los mejores, los que dejaron huella: José Hernández Olmedo, Ignacio Avilés Serna, Jacinto Viqueira Landa, Odón de Buen Lozano, Víctor Gerez Greiser, Oliverio Arrieta, Miguel A. Santaló, Salvador Cisneros, Manuela Garín de Álvarez y Jaime Torres Herrera.

Mi tránsito como alumno de la Facultad de Ingeniería –pasó de escuela a facultad siendo yo alumno–, además de mi formación profesional –en una carrera que permite grandes satisfacciones personales y colaborar en la solución de problemas sociales– y de hacer ahí grandes amistades, me llevó a involucrarme en actividades docentes, culturales y de política estudiantil que me abrieron otros senderos atractivos en mi vida y ampliaron el espectro de mis inquietudes e intereses…”

Acépteseme este momento de recuerdo, de nostalgia, de remanso. Un pequeño paréntesis de tranquila reflexión en circunstancias de nuestro país que, estoy claro, exigen de una lucha sin descanso para preservar los bienes de la Patria, entre los que la universidad pública, y en particular la UNAM, no están exentas de peligro.

Recuerdo que pretende también colaborar a su preservación, porque ella nos dio las armas para la lucha que debemos sostener: el estudio, el compromiso social, la perseverancia, la formación ética, para mantener a nuestra Patria en la libertad, en la tolerancia, en la independencia y superar los problemas de injusticia, de inseguridad, de discriminación que padecemos y las enormes e indignantes diferencias que aún nos agobian.

Twitter: @jimenezespriu