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Crisis geopolítica

El último domingo de este mes hay referendo sobre la secesión

La península, barril de pólvora que sólo espera una chispa
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Militares sin insignias hacen guardia en la frontera de Ucrania, en la región de BalaclavaFoto Reuters
Corresponsal
Periódico La Jornada
Domingo 2 de marzo de 2014, p. 3

Moscú, 1° marzo.

La península de Crimea, la única región de Ucrania que no reconoció a las nuevas autoridades que destituyeron al presidente Viktor Yanukovich –quien tampoco era de su agrado por imponer un gobernante del llamado clan de Donietsk, Anatoli Moguiliov, ya depuesto por un ex militar y empresario pro ruso, Serguei Aksionov– y plantea una posible secesión mediante un referendo el último domingo de este mes, reviste importancia estratégica para Rusia.

Y no sólo porque en Sebastopol –mediante un acuerdo firmado en 1997, dos años después de reconocer la soberanía de Ucrania sobre dicho puerto que estuvo compartido por ambos países desde la disolución de la Unión Soviética– mantiene la base de su Flota del Mar Negro, desde donde controla las aguas de ese mar y del de Azov, el otro que baña la península, y tiene a punto de mira una parte del este de Europa y otra del oeste de Asia.

El acuerdo debía concluir en 2017, pero en abril de 2010 el entonces presidente de Rusia, Dimitri Medvediev, ofreció a su homólogo, Viktor Yanukovich, suscribir una ampliación del acuerdo hasta el año 2042, a cambio de rebajar en 100 dólares cada mil metros cúbicos del gas natural que le compra Ucrania.

Los vertiginosos cambios en Kiev preocupan en el Kremlin, en el sentido de que el nuevo gobierno de Ucrania pudiera denunciar el acuerdo con el anterior presidente y exigir la retirada de su flota de Sebastopol, que sería interpretado como un golpe a las pretensiones geopolíticas de Rusia como potencia naval, aunque técnicamente lleva años acondicionando una parte del puerto ruso de Novorossisk en el Mar Negro.

Tradicionalmente, a partir de 1783, cuando entró a formar parte del Imperio de los zares, cuyo ejército expulsó a los turcos y tártaros que habitaban la península desde el siglo XV, Crimea se consideró parte de Rusia.

Cuatro años después de la revolución bolchevique de 1917, en un acto de justicia histórica, se instauró en Crimea la república autónoma de los tártaros, que en 1941 fueron desterrados a Asia central por Iosif Stalin para borrarlos como nación, al acusar a todo su pueblo de colaborar con los invasores nazis.

Muerto Stalin, su sucesor Nikita Jruschov incorporó a Crimea en 1954 a su república natal, Ucrania, en aquella época mera formalidad al existir la Unión Soviética.

Al desintegrarse ésta en 1991, Crimea se volvió motivo de fricción entre Rusia y Ucrania por los intentos secesionistas del gobierno pro ruso hasta que en 1995, la Suprema Corte de Ucrania anuló la constitución crimea, lo cual –a su vez– abolió la presidencia de la república y Kiev asumió el pleno control sobre la disputada zona.

En los tiempos de Boris Yeltsin, Rusia cedió Crimea a cambio de que pudiera dejar su Flota del Mar Negro en la base naval de Sebastopol, lo que se plasmó en los acuerdos de 1997.

Hasta los acontecimientos recientes, Crimea –con 2 millones de habitantes, 60 por ciento rusos, 34 por ciento ucranios y 12 por ciento tártaros, por mencionar los grupos étnicos predominantes– era un lugar más o menos tranquilo.

Aparte de los rusos que quieren unirse a Rusia y los ucranios que no quieren, los 250 mil tártaros que regresaron –musulmanes de religión y que continúan sintiéndose desplazados por unos advenedizos– reclaman restablecer su república independiente de unos y otros.

En ese potencial barril de pólvora que es hoy Crimea, cualquier chispa puede servir de pretexto para que Rusia use su ejército en Ucrania.