Opinión
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Mar de Historias

Buenos propósitos

C

omo siempre ocurre, las vacaciones se me fueron sin darme cuenta. Cuando empezaron, después del intercambio de regalos y el brindis en la oficina, dos semanas me parecían más que suficientes para hacer las cosas que por falta de tiempo fui postergando a lo largo del año: poner en orden mis papeles, llevar al asilo la ropa que ya no me pongo, cambiarle el tapiz al sillón que era de mi papá, eliminar la humedad en el techo del baño, deshacerme de las agendas viejas, romper los retratos que no tengan escritos en el reverso lugares, fechas y nombres. ¿Para qué guardarlos? En algunos ni siquiera reconozco a las personas.

Al releer la nota que escribió hace tres días, Angelina se pregunta si no habría sido mejor irse con sus compañeras de trabajo a San Miguel de Allende. Mientras ellas estarán recorriendo iglesias, galerías y bazares, Angelina está sola y agobiada por las obligaciones que se impuso.

Le disgusta reconocer que hasta el momento apenas ha realizado una mínima parte de su proyecto: ordenó los papeles, empacó la ropa y el techo de la cocina ya no amenaza con caérsele encima. Lo demás sigue en espera de solución y continuará así por tiempo indefinido, a menos que ponga manos a la obra antes de que sus horas de oficina vuelvan a consumir sus fuerzas.

¿Por dónde empiezo?, se pregunta Angelina con su libreta en la mano y mirando los muebles de su recámara que hoy le resulta particularmente atestada a causa de la ropa guardada en cajas.

Encuentra la respuesta en lo que su madre acostumbraba decirle cuando la veía fastidiada sobre el cuaderno de matemáticas: Hijita, te recomiendo lo que les aconsejo a mis alumnos: Comienza siempre por lo más difícil. ¿Para ti son los quebrados? Pues hazlos de una vez. Cuando termines harás con más gusto el resto de tu tarea.

II

En pants, con la libreta sobre las rodillas, Angelina tacha dos líneas en la lista de pendientes. El hábito de llevar ese inventario se lo inculcó también su madre. Le dirá que lo conserva cuando el último del año la llame a Tampico. Eso le dará gusto, la hará sentir que aún es la eficiente maestra Eva.

Como si no la supiera de memoria, Angelina recorre la lista con el índice. Por la ropa usada ya no se preocupa, sólo falta llevarla al Buen Camino. Estuvo en ese asilo hace dos años para entregar un donativo. La sorprendió encontrarse con un ambiente alegre y casi jovial. Las ancianas, en muestra de agradecimiento, le ofrecieron una taza de ponche. El sabor era delicioso. Lalita, una mujer de ojos risueños y labios teñidos de rojo, se enorgulleció de que lo hubiera preparado Alfonso, el hombre con quien acababa de casarse. Le confesó que eran felices: los dos tendrían quien cerrara sus ojos en el momento de la muerte. Angelina se sorprendió de que eso pudiera significar para alguien un motivo de dicha.

La visita al Buen Camino había ocurrido en 2011. Tal vez Lalita y Alfonso hubieran muerto. Esa posibilidad la entristece y la hace posponer su visita al asilo. Junto a la palabra dibuja una interrogación y sigue repasando la lista.

III

Se detiene en la tercera línea: Cambiarle el tapiz al sillón que era de mi papá. La pana verde, luida, hace tiempo debió ser remplazada. Por uno y otro motivo Angelina ha pospuesto el cambio. Este año no será así. Saca su agenda del buró para llamar al señor Morales, segura de que, a pesar de las fechas, lo encontrará dispuesto al trabajo. El carpintero ha ido a su casa para hacer reparaciones y muebles. Angelina lo admira por su destreza, su honradez y su maestría para silbar un amplio repertorio de boleros mientras trabaja.

La última vez que se vieron Angelina lo llamó para que barnizara el sillón de su padre. Como siempre, el señor Morales elogió el mueble, reparó en todos sus detalles y acabó por asegurar que los objetos bien hechos duran más que las personas, cosa que llega a ser un gran consuelo. Angelina rehuyó el tema preguntándole si no sería bueno de una vez cambiarle el tapiz. El señor Morales le respondió que, si fuera ella, lo dejaba intacto porque iba a ser difícil encontrar una pana tan tersa y bien tramada. No se habló más del asunto.

IV

Angelina duda de si habrá puesto el número en la c de carpintero o en la m de Morales. Lo encuentra en la b de barnizador y se burla de su confusión. Levanta el teléfono y marca. Enseguida le responde una voz infantil: Mi abuelito no está. Ella pregunta a qué horas podrá encontrarlo. Pues no, ya no va a estar. Abruptamente su voz es sustituida por la de una mujer: ¿Buscaba a mi papá? Lo siento, pero él murió hace un año. Angelina le da el pésame y cuelga despacio, como para evitarle a la mujer otro golpe.

Asombrada por la noticia, Angelina se da cuenta de lo mucho que llegó a apreciar al señor Morales. La conmueve pensar en que largas horas de su vida quedarán guardadas para siempre en los trabajos que le hizo: la mesa en la cocina, los libreros en el corredor, el sillón que era de su padre en la sala.

Siente un inexplicable deseo de mirar el mueble. Sólido, de forma elegante, bajo la luz del día su madera brilla y el tapiz parece renovado y más vivo, como el recuerdo de su padre. Angelina reconoce que el señor Morales tuvo razón al decir que las cosas bien hechas llegan a tener una vida más larga que las personas, lo cual llega a ser un gran consuelo.

V

Las cajas de ropa ahora están en el piso. Angelina se encuentra en la cama rodeada de retratos. Muchos son herencia de algún familiar. Les reprocha no haber escrito en el reverso los nombres de las personas que aparecen bajo un kiosco, junto a un coche con las portezuelas abiertas, en una trajinera, en el atrio de la Villa.

El retrato que más la intriga es uno enmarcado en cartulina en donde aparecen dos hombres corpulentos, con sombrero tejano, y una mujer que lleva en la muñeca un extremo del lazo con que está atado un niño deforme, sonriente, al que imagina húmedo. La escena le sugiere enigmas irresolubles: ¿Quién de los hombres es el padre? ¿Qué habrá sido de esa mujer? ¿Cuántos años viviría ese niño?

Vencida, deja caer el retrato sobre los otros sujetos a la misma condena: acabar hechos pedazos. Le provoca cierto descanso el rumor de los papeles cuando los parte o los arruga entre sus dedos. Al cabo de unos minutos se ve rodeada por trocitos de papel en donde reconoce parte de un kiosco, de una portezuela, de una cara. En medio de toda esa pedacería queda intacto el retrato con los hombres de tejana y la mujer que encadena con un lazo a una criatura deforme. ¿Cuál sería su destino?

Angelina no quiere seguir pensando en eso. Además le quedan las viejas agendas. No será tan sencillo romperlas, y menos cuando siente una fatiga inexplicable. Postergará la destrucción para después. Tal vez esa tarea encabece su lista de buenos propósitos para el año que está por comenzar.