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a multitud-flujo. En 2011, la plaza Tahrir en El Cairo fue la escena renovada de una singular rebelión. Una multitud-flujo, ciudadanos que sustituían a otros ciudadanos durante días y días que sin cesar ocuparon el corazón de la ciudad. Escuchaban, sin decir nada, discursos que se sucedían –un discurso-flujo– y que duraban escrupulosamente 10 minutos. Pero la multitud-flujo no se expresaba. No había comités, ni voceros, ni dirigentes. Tampoco programas, ni agendas, ni desplegados. En el mundo de la comunicación, la extensión de una asamblea en silencio puede ser asombrosa. Un efecto semejante al de 4’33”, la pieza musical de John Cage en la que el intérprete debe abstenerse de tocar su instrumento durante cuatro minutos y 33 segundos, sólo que en Tahrir al público lo representaban el presidente Mubarak y su Estado. El régimen recurrió a las medidas imaginables para romper el silencio y desocupar la plaza: la represión, el chantaje, el terror. Fue en vano. De la plaza sólo se desprendía un toc, toc...: Mubarak, ¡vete! Quien depuso finalmente al dictador fue el ejército. Y con ello, contuvo los alcances de la rebelión.

La fachada civil. Lo que siguió fue la convocatoria a elecciones generales para definir una asamblea constituyente y un nuevo presidente para el país. Una amplia coalición islámica formada por dos grandes bloques, las organizaciones del salafismo y la Hermandad Musulmana (el Partido Justicia y Libertad), obtuvo una mayoría más que absoluta (70 por ciento) de los asientos en el Congreso. Mohamed Mursi, un ingeniero educado en Estados Unidos, con hijos nacidos en ese país, diputado en 2000 y entonces miembro de la fracción moderada de la Hermandad, fue declarado presidente.

¿Cuál era la relación entre Mursi y la multitud-flujo de Tahrir? Un año después, ya con éste destituido hace unos cuantos días por el mismo ejército que le permitió llegar al cargo de mandatario, la respuesta parecería simple: entre el ingeniero educado en California y la rebelión popular de 2011 la distancia parecería abismal.

Cuando Morsi, en 2012, acabó por urdir una mayoría que aprobó un proyecto de constitución inspirado en la sharia (la ley básica del Islam) y en un acta de ¡derechos civiles! –acaso para apaciguar a los observadores de EU– (un auténtico oxímoron jurídico), que además contenía un blindaje paraconstitucional que le evitaba ser sujeto del acta que el mismo había promovido –una suerte de sultanato constitucional–, quienes salieron a la calle a impugnarlo fueron los mismos que le habían abierto el camino desde la plaza Tahrir. No sólo protestaban contra una decisión que abría el camino al poder al clero islámico, sino contra una política social que se había reducido a la dádiva y el clientelismo, en aras de consolidar su electorado. La rebelión de 2011 tuvo su origen en el aumento de precios e impuestos de alimentos. En vez de enfrentar a los monopolios locales, Mursi mandó repartir despensas y ropa en las calles.

El otro frente de dilemas para la Hermandad fue el ejército. El nuevo gobierno se dedicó desde el principio a tratar de remover a sus generales principales. La crisis culminó después de las movilizaciones de junio que llevaron, una vez más, a cientos de miles a las calles. Sólo que ahora se agregaron los contingentes del viejo partido civil gobernante y amplios sectores de la clase media que Mubarak había favorecido durante décadas. Y es esta misma alianza la que organizó y promovió el golpe de Estado, que es en rigor un acto de restauración. Una vez más el ejército aparecía conteniendo la continuación de las movilizaciones que se habían iniciado desde 2011.

La sombra del clero. Afirmar, como acostumbra la prensa occidental, que la rebelión de Tahrir buscaba democratizar al orden político egipcio, es afirmar demasiado poco. Todo indica que en Egipto ha comenzado una revolución. En 2001, una parte de la ciudad se rebeló no sólo por la falta de libertades, sino contra una oligarquía civil que había gobernado durante más de 40 años al país. Fue el ejército el que contuvo los alcances de esa asamblea del silencio, cediendo el poder al moderado Mursi. En 2012, es la misma gente la que ocupa las calles, pero ahora contra la posibilidad del ascenso de otra oligarquía, el cuerpo del clero en los que se basa la Hermandad Musulmana, y que fijaron la dirección de la presidencia de Mursi. En 2013, el ejército intervino una vez más para propiciar el retorno de la antigua clase gobernante.

El dilema de esa revolución reside en que se trata de la confrontación entre dos poderes oligárquicos, el del clero y el de la antigua burocracia política, que se disputan el sentimiento antioligárquico de amplios sectores de la población.

Lo que impresiona en el proceso egipcio, al igual que en el de otros países del Cercano Oriente, es la implosión absoluta (casi la desaparición) de esa franja política que, desde el mundo secular y civil, podría representar y cohesionar la irrupción de ese nuevo sujeto político que se asienta en la multitud urbana. Por el contrario, es el orden de los clérigos, vertical y teocrático, el clericalismo, por decirlo con una palabra, el que ha absorbido toda esa representación de la sociedad subalterna.

¿Qué sigue en Egipto?

Hay quienes auguran lo peor: un conflicto terrible, parecido al de Argelia en el que el partido islámico fue confrontado por el ejército en una larga guerra civil. Pero la otra solución tampoco es alentadora: una nueva teocracia política, ahora sunni (a diferencia de los shitas de Irán).