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Ver día anteriorDomingo 11 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

Quito, quitadas y desquites

F

ue una lástima que en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara los escritores Mario Vargas Llosa, que no tiene inconveniente en proclamarse aficionado a la fiesta brava de España, y Fernando Vallejo, quien decidió donar el monto del premio allí recibido –150 mil dólares– a dos organizaciones protectoras de animales, no se permitieran el menor cuestionamiento a la postura de uno y otro. Varios beneficios habrían habido: mayor interés noticioso por esa feria; argumentos más o menos serios a favor y en contra de la tauromaquia y, sobre todo, la aportación de ambos al infrecuente hábito de reflexionar en voz alta. Lo obvio: esta fiesta ya no es culturalmente correcta ni siquiera para intelectuales pros y antis.

En Quito, la hermosa capital de Ecuador, concluyó la tradicional feria taurina de Jesús del Gran Poder, considerada por sus organizadores, afición local y no pocos visitantes como una de las mejores de América, si por ello se entiende la comparecencia anual de los principales toreros de España al lado de conmovedores alternantes locales que por su falta de rodaje sólo ocasionalmente triunfan, como fue el caso del diestro ecuatoriano Juan Francisco Hinojosa, cuyo toro Capitán, del hierro de Caicedo, fue indultado el viernes 2 de diciembre tras esforzada faena.

Sin embargo, la celebración del 50 aniversario de dicha feria –tan gris como el mismo aniversario de la Plaza México, en 1996– estuvo acompañada por nubarrones mucho más oscuros que el triste papel de Ecuador como mera colonia taurina de España luego de su independencia de ésta en 1822, ya que por primera vez en el coso de Iñaquito o Monumental, con 14 mil localidades, se prohibió la muerte a estoque de los toros en el ruedo, condenando a las reses a una muerte ruin pero oculta en los corrales de la plaza luego de ser picados, banderilleados y lidiados. Esperpento de tauromaquia gracias a los confundidos cuestionamientos de una ordenanza municipal que, al igual que sesudos taurinos, no quiere llamar a las cosas por su nombre.

El trasfondo de esta absurda medida no es la disminución de la violencia ni el respeto a los derechos de la naturaleza, como se invoca en el decreto, sino el rechazo por parte del gobierno de Rafael Correa a la asimétrica tradición taurina de Ecuador que, como la de los otros tres países sudamericanos que la mantienen, sólo es una vertiente más de la dependencia de estos con respecto a España y sus intereses, sin más beneficios reales que la generación de empleos, cierta actividad comercial durante las ferias y la esporádica aparición de algún exponente de talla internacional (Cintrón, Girón o Rincón). Pero de la tauromaquia como expresión identitaria de esos pueblos, nada, y de patrimonio cultural propio, menos. Ahora, suprimir la suerte suprema no mata dependencia taurina.

Una élite empresarial criolla, tradicionalmente identificada con la metrópoli y dispuesta a aprovechar toda coyuntura que le genere intereses y apuntale sus vínculos de clase así sea a costa del desarrollo del país, decidió que sucesivos empresarios españoles se hicieran cargo de la administración de la plaza monumental de Quito casi desde su inauguración, entre otros Domingo González Dominguín, los hermanos Lozano o Pablo Martín Berrocal, circunstancia que se traduce en la importación sistemática tanto de toreros españoles como de vacas y sementales, así como en criterios promocionales estrechos mien- tras autoridades, crítica especializada, taurinos y torería locales aceptan la situación con un fatalismo impresionante. Por allí viene el sesgado desquite gubernamental ecuatoriano que supuestos especialistas españoles y latinoamericanos no quieren leer.

De la abolición de la fiesta en Cataluña a los romances postrados de la Latinoamérica taurina con España, sólo hay un paso. Y si no que lo diga el habilidoso representante de la Fundación Franz Weber, de Suiza, el argentino Leonardo Anselmi, orquestador del numerito catalán, quien poco antes de que se publicara el decreto invitó a los ecuatorianos a apostar por la compasión hacia los animales, no por la soberanía de un pueblo, el aprovechamiento de su sensibilidad y la reivindicación de una tradición.