Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de noviembre de 2011 Num: 873

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El derecho a la dignidad
Oleg Yasinsky entrevista con Camila Vallejo, vocera del movimiento estudiantil chileno

La lírica alemana en México
Daniel Bencomo

Ilija Trojanow, coleccionista de historias
Arcadio Pagazo

Alemania, letra y alma (I)
Lorel Manzano

Rüdiger Safranski, biógrafo del pensamiento
Pável Granados

Peter Stamm, lacónico y explosivo
Herwig Weber

Con Austerlitz en Amberes
Esther Andradi

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

 

Ilija Trojanow, coleccionista
de historias

Foto: Yves Noir

Arcadio Pagazo

La literatura de Ilija Trojanow tiene la forma artística de un viaje. Y es así porque este incansable novelista, ensayista, traductor, editor y ganador de prestigiados premios literarios, sabe que “sólo somos viajeros en este mundo”. Desde niño se puso en camino, atravesó Bulgaria junto con sus padres para vivir, primero en Italia y después en Alemania y Kenia. Y en los países donde ha estado se ha dedicado siempre a coleccionar misteriosas palabras (del búlgaro, del alemán, del inglés, del árabe, del suajili) con qué contar sus historias: “Cada sílaba, un sonido, no estentóreo, sino acunado en las suaves ondas de un susurro.”

Ilija afirma que necesita poco para viajar. En todo caso, unos buenos zapatos son algo recomendable, tal vez no unos tan elegantes y perdurables como los fabricados por los escritores zapateros Hans Sachs o Jakob Böhme, ni tan efectivos como las botas de siete leguas del Pulgarcito, de Perrault o del Peter Schlemil de Von Chamisso, útiles para cualquiera que como él gusta de recorrer el mundo a grandes zancadas: de Europa a África, de Asia al Antártico y del Antártico a Latinoamérica. Pero sí unos lo suficientemente cómodos, pues con ellos este escritor viajero puede andar paso a paso por las calles de las ciudades y así encontrar los rostros más contrastantes: “Su cara era una playa en la que habían fondeado muchas historias y a la que el mar había arrojado muchos restos de naufragios.”

Esos “restos de naufragios” están ahí, en el modesto café turco, a bordo de un Antonow sobre el Níger, o en la cantina de pueblo, junto con los compañeros de juego. Algo de la personalidad se descubre al mover las fichas tirando los dados: se habla sobre los problemas cotidianos, se discute a carcajadas, se goza con el sufrimiento ajeno, y no pocas veces se saltan los límites de la broma, y junto a la tensión de un movimiento determinante, la tragedia se desencadena. Los personajes de la novela de Ilija, El mundo es grande y la salvación acecha por todas partes, juegan a las tablas reales, o Backgammon en inglés. Y entre una partida y otra saltan de historia en historia (del pasado familiar a la guerra, de la huida al reencuentro), aprenden los secretos del juego (medir el peso de los dados, valorar la superficie donde caerán, saber en qué momento cambiar de estrategia) para no condenarse a seguir la bandera del absurdo. ¿Podría uno entonces deshacerse del letárgico oblomovismo, dudar de los prometedores tiempos de cambio, desempolvar los ideales e ir “a recoger el valor a la lavandería”? El tiempo medido en calculadas tiradas de dados.

Y, de pronto, encontrarse frente a frente con el contrincante ideal, aquel que está al mismo nivel en habilidades, en trucos: sir Richard Francis Burton disputando con otro jugador durante días y días su libertad a cambio de un hermoso y valiosísimo tablero de juego. De hecho, este personaje es la figura principal en la mejor novela de Ilija, El coleccionista de mundos, y de su relato de viajes, Nómadas de cuatro continentes; aunque uno también podría reconocerlo en A las orillas de la India y en Hacia la fuentes del Islam. ¿Y cómo no interesarse por la sombra vagabunda de este aventurero inglés y seguir sus pasos por India, Afganistán, Arabia Saudita, Italia…? Porque para narrar la vida de alguien como él se necesita imitar sus pasos, jugar su juego, leer sus libros, hablar su idioma; hacer un largo viaje por el pensamiento de esa época. Un travestismo completo: pasar del perpetuum mobile de la devoción al perpetuum mobile de la violencia; volverse “la espuma que una ola tempestuosa lanzaba contra las columnas”. Pero incluso se necesita más, pues la construcción exterior se forma también a partir de la mirada de los otros. Dejar entonces que no sólo las cartas, los artículos periodísticos, las anotaciones de diarios, los informes secretos al ejército o a la Sociedad Geográfica, los libros y traducciones de Burton cuenten la historia de Burton; dejar que los demás den su versión de las cosas: Kundalini, como una Scheherezada que noche a noche detiene repentinamente sus embates sexuales para ponerle las manos sobre el pecho y susurrarle una lección del Kamasutra; el sirviente Naukaram dictándole su vida a un escribano con el único deseo de obtener una carta para solicitar un nuevo trabajo; desde la perspectiva de las autoridades árabes que buscan descubrir las verdaderas intenciones de un tal jaque Abdullah; o con las desconcertantes palabras del griot Sidi Mubarak Bombay, quien cuenta sobre sus aventuras con este mzungu, el que gira en círculos, pero también sueña con volver a ver a ese chico del pueblo que quería retener su sombra escarbando el suelo, para pedirle que le cuente las experiencias que no vivió, y entonces ver desfilar ante sus ojos la vida que le robaron, “pues en mi vida real ya no volví a proyectar sombra alguna”.

Y de todos modos ahí aparece también la voz de Ilija, porque desde luego se trata de comprender la admirable personalidad de Burton, pero también de poner distancia y así hablar contra los prejuicios, criticar el colonialismo y el esclavismo; se trata de no contribuir al caos del mundo: “Si en nuestros congéneres sólo vemos a los otros, nunca dejaremos de herirlos. Visto así, el demonio radicaba en las diferencias que las personas construyen entre sí.” Frente a nuestros ojos aparece el mundo hinduista, el mundo musulmán, el mundo africano, ¿los contemplamos inmersos en la asombrosa complejidad de sus culturas o sólo desde nuestro limitado horizonte de vida? De ahí el interés de Ilija por impulsar la literatura africana o por hablar sobre los problemas de la globalización con escritores y pensadores como Ranjit Hoskoté, Feridun Zaimoglu o Juli Zeh. Eso es a lo que Ilija podría llamar desvanecerse en la escritura.

Me pregunto ahora si alguna vez Ilija, jugando a las tablas reales, llegó a apostar su sombra con el diablo y así comenzó la colección de sus buenas historias. ¿Por qué no? Sucede con frecuencia en la literatura en lengua alemana. El mundo es grande y la tentación acecha por todas partes.