Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de noviembre de 2011 Num: 873

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El derecho a la dignidad
Oleg Yasinsky entrevista con Camila Vallejo, vocera del movimiento estudiantil chileno

La lírica alemana en México
Daniel Bencomo

Ilija Trojanow, coleccionista de historias
Arcadio Pagazo

Alemania, letra y alma (I)
Lorel Manzano

Rüdiger Safranski, biógrafo del pensamiento
Pável Granados

Peter Stamm, lacónico y explosivo
Herwig Weber

Con Austerlitz en Amberes
Esther Andradi

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Con Austerlitz
en Amberes

Esther Andradi

Tomamos el tren en Bruselas y media hora después arribábamos a la Centraal de Amberes. Rita, oriunda de Flandes, y Alejandro, periodista chileno, decidieron acompañarme. Quería conocer la emblemática estación donde el escritor alemán W. G. Sebald inicia la trama de Austerlitz, su última novela. Austerlitz, un niño judío alemán de corta edad, colocado por sus padres en un tren rumbo a Londres para salvar su vida del genocidio nazi, se encuentra –ya maduro– buscando sus orígenes en la inmensa estación.

La Centraal de Amberes parece la catedral de las estaciones ferroviarias de Europa, un poco por su belleza, pero sobre todo por la adoración a los dioses que inauguraron el progreso del siglo xx: la explotación minera, la industria, el transporte, el comercio y el capital. Los símbolos de estos iconos  se incrustan  a lo largo de los ciento ochenta y cinco metros de los muros: martillos, ruedas, cuernos de la abundancia, blasones de la corona. Y sobre la bóveda de hierro y vidrio, a cuarenta y cuatro metros de altura, el reloj. Ahora cualquiera consulta su celular, pero a principios del siglo pasado la mirada debía alzarse al cielo para consultar al dios del tiempo. Cincuenta años antes de la construcción de esta catedral, los obreros de la Comuna de París habían  destrozado los relojes como símbolos de su explotación sin límites, pero nada de aquello ha sobrevivido en esta catedral de comienzos del siglo xx.

Aquí Austerlitz reflexiona sobre el destino de los hombres y mujeres en la cultura y su comparación con la naturaleza. La arquitectura de los nidos, comenta, siempre es la misma, en contraposición con la estructura de los edificios humanos. Despliega luego su admiración por las palomas mensajeras, capaces de orientarse aun en medio de huracanes, nieblas, tormentas y catástrofes naturales, a diferencia del ser humano incapaz de saber adónde va ni de dónde viene.

La novela Austerlitz comienza en la Centraal para recorrer el refinamiento de las construcciones de los fuertes de Europa a través de los siglos, y luego los campos de concentración.  Al escritor w.g. Sebald le bastan unas cuántas  páginas para engarzar los dos grandes holocaustos del siglo xx iniciados en suelo europeo: el colonialismo belga, ligado para siempre al exterminio de –por lo menos– una población de diez millones de congoleses, y el asesinato de millones de judios y no judíos europeos en la “solución final” nazi.  Pero la Centraal de Amberes está erigida en honor al rey Leopoldo ii, el dueño del Congo, recordado como el gran reformador en Bélgica, y al mismo tiempo, el responsable de las masacres de cuyas secuelas aún no se ha librado el continente africano. Leopoldo ii, el hombre que dijo C‘est une petite belle gare (“Es una pequeña estación”) al inaugurar la Centraal en 1905. Qué paradoja.

Hablando de arquitectura y modernidades, la muerte temprana –en diciembre de 2001, hace exactamente una década– privó a w.g. Sebald de ver el estado actual de la Estación Central de Amberes recién remodelada. La fachada con su reloj y su imponencia y los escudos monárquicos en letras de oro permanecen, pero el inmenso espacio de llegada y partida de trenes que albergaba catorce andenes ha sido reorganizado en cuatro niveles delimitados por colores estridentes con cuarenta ascensores y cuarenta y ocho escaleras mecánicas.

Y ahora yo allí, en medio de inmigrantes de todas partes del mundo, deambulando en busca de sus trenes, sus conexiones, corriendo de arriba a abajo de los niveles, algunos portando todavía sus típicos atuendos coloridos de África. Las palomas en el atrio de esta catedral parecen mirar sorprendidas pero son de yeso y no son reales, como a Austerlitz le hubiera gustado.

En este mundo de huérfanos de patrias, de lenguas trastocadas, de nómadas y trashumantes, Rita me confiesa que ella también creció en un orfanato.

–¿Qué pasó con tus padres? –le pregunto mientras miro ir y venir los grupos de gente, estudiantes, viajeros, y mis ojos no se rinden ante la imagen de una propaganda extendida a lo ancho de la estación. Dolce e Gabana o algo por el estilo, jóvenes consumiendo.

–Mi padre enloqueció probablemente a causa de la guerra. Y mi madre me llevó al orfelinato –cuenta Rita. En el hogar de huérfanos, cada vez que recibían un chocolate de regalo, debían alisar el papel metálico y entregarlo a las preceptoras. El rey Leopoldo II aseguraba que con estos papeles mantenían a los congoleses ocupados durante un día entero.

Alejandro ha querido que grabemos aquí una entrevista para Radio Universidad, donde trabaja. Se trata de comentar el Centenario de José María Arguedas, el escritor peruano que escribió su obra sobre la migración indígena, de una aldea a la otra, de la comuna a la hacienda, de la sierra a la costa, de la costa a la metrópoli. El hombre que contó la transformación de las culturas y las lenguas, el transcultural de los años sesenta cuando la bilingualidad no era bien vista, y se hablaba de asimilación cultural o de integración. Y que se suicidó hace más de cuarenta años porque pensó que fracasaba. Mientras converso con Alejandro, una muchacha tahilandesa habla por su celular, dos jóvenes árabes consultan la tabla de llegada de los trenes, varios idiomas de fondo se confunden con los anuncios de llegada y salida. Por un momento se me seca la boca, siento un vacío en el cerebro, no tengo palabras. El micrófono se disuelve. Soy un árbol. Un nido de pájaros se construye entre mis ramas.

Rita me acompaña a comprar agua. La pido a temperatura natural. Y esto es suficente para que el vendedor estalle en vituperios, en un tono de voz que ni en Berlín ni en Buenos Aires sería posible, lo que ya es decir. Es holandés me traduce Rita como disculpándose. Así es que tomo agua mineral helada.

Cuando salimos de ahí una ráfaga gélida del Escalda desordena mi chal y retorna el lenguaje. Vuelvo a ser ésta que soy, con una cédula de identidad y un pasaporte.

Lo que no hubiera dado Austerlitz por un papel como éste donde todo está claro. Dicen.