Opinión
Ver día anteriorLunes 12 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Democracia y olvidos
T

iene razón quien dice que por la democracia hay que luchar permanentemente; nunca está conquistada para siempre. En una ya olvidada legislatura, la 52, dos políticos ahora muertos, pero cuyas posturas se puede consultar en el diario de los debates, discutieron en la tribuna en torno a una propuesta priísta encaminada a permitir demandas por daño moral, cuando por ataques en el honor, prestigio y buen nombre; por supuesto se estaba pensando en políticos y servidores públicos.

Salvador Rocha, recién llegado entonces a la política, dueño de un exitoso despacho de abogados influyentes, propuso y defendió el proyecto. Un panista, el periodista Gerardo Medina, nacido en El Oro, estado de México, de aquellos tiempos en que no había componendas ni arreglos ni concertaciones, le rebatió en tribuna con su ingenio reconocido por tirios y troyanos; bautizó la pretendida reforma como ley mordaza y, es ocioso decirlo, obtuvo de inmediato el apoyo de periodistas independientes y, en especial, de los jóvenes de la fuente de la Cámara, que apoyaron y aplaudieron al colega y obligaron a modificar la propuesta.

Se trataba de una lanzada contra la libertad de expresión con objeto de limitar el derecho de juzgar y criticar a los poderosos; pretendía poner obstáculos a los juicios sobre ideas y acciones de los servidores públicos, que eran, como debe ser en una democracia, ponerlos en el banquillo de los acusados ante la opinión pública.

Gerardo Medina, el casi olvidado panista –de seguro desconocido por la mayoría de los atildados burócratas y legisladores que hoy representan y gobiernan en nombre del partido que lleva aún las siglas del PAN, pero ya no es el mismo–, con su oratoria ingeniosa y directa, con su fina ironía, deshizo el desaguisado.

Muchos años después, la semana pasada, otro priísta no tan notorio como Salvador Rocha, el diputado Arturo Zamora, desentierra el viejo proyecto o sólo coincide con él sin conocer el antecedente y va más allá: propone nada menos que sanción penal para quien ose criticar a políticos y a partidos. La democracia, lo sabemos, es una fórmula respetuosa de los principios de igualdad y de libertad; sirve para tomar decisiones colectivas cuando no todos los integrantes de una comunidad pretenden lo mismo, pero se tiene que decidir algo; también es, según el artículo tercero constitucional, un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.

En su acepción primera, tiene que ver con el sufragio respetado, la honradez en el cómputo de los votos y el respeto a ciudadanos y contrincantes; sólo puede desarrollarse en un ambiente en que se respeten las garantías individuales, y en el que los votantes puedan informarse y discutir con libertad; van en su contra las restricciones al debate y, muy especialmente, la desinformación y el engaño.

Si en lugar de información veraz, autoridades y partidos se pronuncian por la publicidad planificada al estilo puramente mercantil, que asimila la campaña de un candidato a la de un producto del mercado, estaremos ante una democracia traicionada; si en lugar de buscar la inteligencia de los votantes se apela a sus ojos y a sus oídos, para aturdirlos y agobiarlos con un bombardeo permanente de imágenes y sonidos, se evita la crítica y la discusión y se sustituyen con una campaña superficial.

La libertad de criticar y discutir, por supuesto, no debe ser de injurias, mentiras o calumnias; pienso en un debate equilibrado, equitativo, en que las propuestas tengan similitud de oportunidades para expresarse y donde lo que se ponga ante la atención de los votantes sean líneas políticas y propuestas. No puede ser el fiel de la balanza política ni el dinero para comprar votos ni mucho menos el fraude que altera resultados en boletas y actas de escrutinio; ambas son formas de matar a la democracia en su propia cuna.

Por ello es evidente que van contra la democracia lo mismo la nueva ley mordaza que impulsa un priísta para sancionar críticos e inhibir debates, que las campañas de falsedades, de verdades a medias o de exageraciones que a diario vemos, escuchamos y soportamos en la radio y en la televisión.

Una frase muy repetida en el panismo de antaño decía que en política no podemos ser ilusos, para no terminar al final siendo desilusionados. La publicidad, contradiciendo ese pensamiento de raigambre humanista y realismo político –especialmente la publicidad alrededor del Informe presidencial, en la que el mismo personaje es el producto y el promotor–, crea ejércitos de ilusos, de deslumbrados por los medios electrónicos, de engañados que mañana serán otra vez ejércitos de desilusionados, resentidos con los que los traicionaron y decepcionaron; para ellos estará, si se aprueba, la ley mordaza, y si no basta, se tendrá a la mano el arriesgado recurso de la fuerza: policía, Marina y Ejército, para combatir como enemigos a los descontentos.