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Meza y sus pupilos redituaron con un aplauso el aliento de la barra Sangre Azul

Luis Pérez recibió el trofeo, custodiado por Aldo de Nigris y el Cabrito Arellano
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El portero Jonathan Orozco fue fundamental en la liguilla para que Monterrey obtuviera el cetroFoto Víctor Camacho
 
Periódico La Jornada
Lunes 14 de diciembre de 2009, p. 3

Entre saltos, lágrimas y alegría desbordada, los jugadores del Monterrey celebraron la conquista del título. Con sus flamantes playeras de campeones esperaron ansiosos la entrega de sus medallas y el trofeo que de manos del federativo Decio de María recibió el capitán Luis Pérez, quien en el templete estuvo custodiado por Aldo de Nigris y Jesús Cabrito Arellano. Lucho elevó la copa al cielo y la besó para cederla a sus compañeros en el clásico ritual.

A un lado, Humberto Chupete Suazo, envuelto en la bandera chilena, pegaba de brincos junto a un eufórico Felipe Baloy, quien también sacó a ondear la insignia panameña.

Otra estampa memorable resultó el abrazo con llanto feliz y relajado entre el técnico Víctor Manuel Vucetich y De Nigris. En el sonido local se escuchaba a Queen con la ya clásica We are the champions, La Pandilla, que disputó cuatro finales en seis años, corrió a celebrar hacia la cabecera sur del estadio Azul, donde se ubicaron sus seguidores.

Poco antes, los celestes, con una sonrisa amarga, acudieron por su trofeo. Gerardo Torrado lo recibió y caminó junto a sus compañeros hacia las gradas donde la barra Sangre Azul entonaba con fuerza el Oeeee, oeeee, oe, oe, oe, Azul, Azul.

El resto del graderío estaba ya casi vacío. El técnico Enrique Meza, quien perdió su segunda final consecutiva, alzó los brazos y les redituó un aplauso, gesto que imitaron sus pupilos.

A las 15 horas el inmueble de a colonia Nochebuena abrió sus puertas, pero la espera se hizo tediosa bajo el calcinante sol que hacía relucir los trofeos de campeón y subcampeón colocados en una céntrica mesa.

La venta de cerveza y otras bebidas comenzó media hora antes del partido. Los expendedores, uniformados con filipinas color verde limón, actuaron como si fueran socorristas distribuyendo prestos el anhelado líquido, cuando ya muchos espectadores presentaban síntomas de hastío, deshidratación y ansiedad.

La expectativa de acabar con 12 años de ayuno era grande entre las huestes cementeras, que provocaron desbordes de entusiasmo en diversas rutas rumbo al estadio.

En el Metrobús no faltaron las porras y gritos de Azul, Azul, mientras por Viaducto y la avenida Insurgentes se veían procesiones de automovilistas con gigantescas banderas con la cruz al centro.

Las banquetas del eje 6 Sur y de Insurgentes eran copadas por transeúntes que portaban orgullosos las playeras del equipo celeste.

Sin embargo, los primeros en mostrar su entusiasmo fueron los seguidores de los Rayados. Cientos de ellos con su infaltable barra La Adicción llegaron en 30 autobuses procedentes de la norteña ciudad y se ubicaron en la cabecera sur. Enseguida, sin señales de cansancio, comenzaron a agitar globos y a inundar el coso con el grito de ¡Monterrey, Monterrey!

Algunos tuvieron problemas a la hora de entrar porque había diversos retenes y en varios se bloqueó el paso a quienes vestían la playera a rayas, y aunque tuvieran boleto en mano eran remitidos a los túneles de acceso exclusivos para los visitantes.

Antes de que empezara el juego, como un presagio, se escuchó poderosa la voz de la afición regia, aunque luego la porra Sangre Azul logró momentos de estruendo, pero la dinámica del juego, siempre favorable en el marcador a los visitantes, terminó por silenciar a la mayoría de los celestes que abandonaron dolidos y resignados el inmueble.

En tanto, personal del estadio Azul estimó que hubo cerca de 5 mil boletos falsos, mientras la reventa ofreció entradas hasta en 3 mil 500 pesos.