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Emilio, los chistes y la muerte, publicada por Anagrama, es la primera novela del escritor

Fabio Morábito hace del despeñadero una condición para retomar el camino

El autor aborda la inquietante relación erótica entre un adolescente y una mujer de 40 años

Foto
Fabio MorábitoFoto Luis Humberto González
 
Periódico La Jornada
Miércoles 5 de agosto de 2009, p. 6

Fabio Morábito tiene una amplia trayectoria en la poesía y el ensayo, incluso en la narrativa, donde ha escrito cuento, pero ahora publica su primera novela: Emilio, los chistes y la muerte, en la que explora la inquietante historia de la relación erótica entre un adolescente de 12 años y una mujer de 40.

Italiano radicado en México desde hace varios años, Morábito (1955) cuenta en entrevista: En principio iba a ser un cuento para niños, muy corto, basado en el personaje adolescente de Emilio y en ese extraño aparato detector de chistes suyo. Después, con la aparición de la mujer, Eurídice, se fue complicando y alargando la historia hasta llegar a esta novela breve.

–Coméntenos sobre el tema de la memoria, y la desmemoria, que aparecen en esta novela.

–Desde el principio apareció el niño en el cementerio, y a partir de ahí los muertos, y los nombres de los muertos comenzaron a cobrar importancia. Y junto con ello el asunto de la memoria prodigiosa de este niño, quien más por soledad que por otra cosa tiene el pasatiempo y la compulsión de aprenderse el nombre de los difuntos así como cualquier escrito que lea.

Todo eso también fue dando vida al asunto de la memoria más profunda, la de los muertos mismos, que son nuestra memoria.

Pérdida de certezas y afectos

–Un aspecto fundamental es el erotismo, la relación entre el adolescente y la mujer adulta, dos almas diversas que coinciden, una que recuerda mucho y otra que quiere olvidar.

–Dos almas casi fatalmente unidas por las vicisitudes que las han determinado: un niño cuyos padres acaban de separarse, que recién se mudó de casa, que no conoce a nadie y está en un paréntesis escolar, aburrido y solo. Y una mujer, Eurídice, quien ha perdido a su único hijo, que se siente muerta, dispuesta a cualquier cosa y que es una masajista. Una mujer cuyo trabajo es tocar a los demás, muy carnal. Dos puntos extremos que facilitan esa relación intensa y erótica, que aparentemente no debería darse por la gran diferencia de edades. Pero creo que eso es lo que me impulsó a escribir la historia. Me ha costado muchísimo trabajo hacerlo, la arrastro desde hace muchos años y lo que me hizo no tirar la toalla es la convicción de que debía contarla.

Es una historia extremosa en un lugar extremoso, de mucha sustancia humana y también poética.

Morábito dice que en Emilio, los chistes y la muerte (Editorial Anagrama) aparece algo que también ha explorado en narraciones anteriores:

Es la desolación humana, el encontrarse en una situación de derrota y desesperación, que muchas veces es el paso previo para encontrar el sentido de la vida de una manera más plena. Es decir, hay que tocar fondo, como Eurídice y el propio Emilio, para poder encontrarse. Sin esa desolación, sin esa pérdida de todas las certezas y afectos, es difícil rencontrarse auténticamente, sin mentiras. El despeñadero como condición para retomar el camino de otro modo.

–En términos formales, el lenguaje directo y llano por el que se inclinó, ¿viene de su poesía, de su experiencia en la depuración del lenguaje?

–Bueno, también en mis cuentos el lenguaje es extremadamente depurado, y mi poesía tiene un lenguaje muy llano. De manera que no hay ningún cambio estilístico respecto de lo que hice antes. Siempre está la búsqueda de la palabra expresiva y eficaz, sobre todo eficaz, que no distraiga, que no embellezca el texto. Me molesta mucho la prosa embellecida.

Ningún ingrediente debe resaltar

–¿Se acerca mucho a la retórica?

–Muchas veces no deja ver lo esencial, sólo por el lucimiento estilístico. Yo procuro siempre ser muy parco, corrijo mucho, no dejo nunca de quitar y quitar. Me enamoro de una frase y muchas veces termino por quitarla porque mi enamoramiento, precisamente, ya me parece sospechoso.

Creo que las frases brillantes molestan, estorban. En realidad, debe ser brillante el conjunto, no deben brillar cosas por ahí para mostrar que uno escribe bien. Casi siempre hay de mi parte un esfuerzo de atenuación, de amortiguamiento, para que el conjunto cobre fuerza.

–¿No es una especie de autosacrificio? Como que a veces el lector agradece una frase con recursos, aunque, de manera relativa, también sucede lo contrario.

–Eso lo aprendí de la poesía. Para mí, el poema rechaza de manera instintiva los versos demasiado lucidos, brillantes, memorables, aquellos que uno puede memorizar. No es que esté mal memorizar versos, pero hay versos que parecen haber sido escritos para eso, para ser como extraídos del propio poema, como memorizados aparte.

–¿Ahí la belleza pierde sustancia?

–Creo que sí. Para mí siempre ha sido la convicción, la idea del organismo literario, tanto en el poema como en el cuento y la novela. Todo tiene que funcionar en colaboración. Es como un caldo, que tiene muchos ingredientes y de lo que se trata es que ninguno resalte, justamente para que todos cooperen en un sabor común.

“Y si un ingrediente resalta demasiado, opaca toda la riqueza que está en los otros. Es atenuar las puntas para que el conjunto, toda la historia, esté siempre actuando y resonando en la mente del lector.

Si yo de repente focalizo la atención en algo puntual, aquello otro desaparece. Mi poética va por otro lado: que siempre estemos acompañados de la tribu de palabras.