De lleno en la crisis
La economía mundial está de lleno en una crisis desde el mes de julio. La información disponible comprueba ya la brusca caída de la tasa de crecimiento de la producción en Estados Unidos que se profundizará de manera notable para el final de este año y durante el próximo. El desempleo sigue aumentando, persiste la caída de los precios de las viviendas y del gasto de consumo de las familias, así como la fragilidad del sistema financiero que se transmite al resto de la actividad económica.
El fuerte debilitamiento económico se generaliza en todas partes y no es posible prever hasta dónde puede llegar. Las cifras, que constantemente se ofrecen estimando el comportamiento del producto de los precios y otras variables económicas, parecen obsoletas prácticamente en cuanto acaban de publicarse.
En este entorno no caben las propuestas fatalistas, pero tampoco un pensamiento que no logra desacoplarse de las formas convencionales de atender a los procesos económicos y su expresión más amplia en términos sociales.
El gobierno de México desdeñó primero la magnitud de la crisis, a pesar del conjunto de información disponible que indicaba su existencia y profundización y, a pesar, también, de conocer muy bien la dependencia estructural que existe de la economía estadunidense.
Luego, ha instrumentado una serie de acciones en materia fiscal para ir compensando el golpe: desde varias disposiciones con respecto al monto y dirección del gasto público, hasta coberturas sobre el precio del petróleo (que sólo abarcan hasta 2009). Por el lado monetario, el Banco de México ha intervenido en el mercado de dinero para frenar las alzas de las tasas de interés y el mercado cambiario para contener la depreciación del peso frente al dólar.
Éstas son medidas de tipo convencional y que están en el menú de los instrumentos disponibles. Pero detrás de ellos persiste la idea de que debe preservarse la estabilidad que se había alcanzado y que ha sido uno de los hechos más relevantes, aunque de alcance limitado, de la gestión macroeconómica.
El hecho es que las condiciones en las que se alcanzó dicha estabilidad ya no existen. Eso fue posible en un entorno de crecimiento de la economía de Estados Unidos que permitía la expansión de las exportaciones y la emigración de trabajadores, en un ambiente financiero donde prevalecieron las bajas tasas de interés y la disponibilidad de créditos, luego, un aumento extraordinario de la entrada de divisas por los altos precios del petróleo.
En ese marco se ajustó en parte la posición fiscal del gobierno y se adaptó la política monetaria al objetivo de controlar la inflación. Ésa es la base sobre la que se precipitó la crisis y es, por cierto mejor, a lo que sucedió en otros episodios cuando el déficit fiscal era alto, así como el déficit comercial y financiero con el exterior.
Pero ese escenario de estabilidad ya se ha roto. Por eso cuando se plantea que hay que preservar la estabilidad con la crisis ya encima parece una contradicción. No hay un tránsito ni en la forma de pensar y, por lo tanto, en términos prácticos entre una situación conocida, pero que ya no es sostenible, y la nueva condición de crisis con sus repercusiones que, se sabe, serán de gran alcance.
La tendencia anterior del comportamiento de la economía se ha roto de manera definitiva y ése es el nuevo marco para definir e instrumentar las políticas públicas. Las autoridades no están en ese nuevo terreno. Y no es que sean pasivas, sino que parecen actuar con un foco demasiado estrecho definido en función de los criterios con lo que administraban la estabilidad.
El caso es que la inflación crece ya al doble de lo estimado, el tipo de cambio se ha depreciado más de 20 por ciento, el precio del petróleo bajó casi 60 dólares por barril, la entrada de divisas se va a frenar por el efecto de la recesión sobre las exportaciones, la inversión extranjera, el turismo y las remesas. El desempleo va a aumentar, igual que la informalidad laboral.
Vaya, el escenario no es el anterior y la inestabilidad interna no puede verse sólo en términos fiscales y financieros, sino en cuanto a sus efectos en el empleo, los ingresos, el endeudamiento de empresas y familias, y en general en las condiciones del bienestar. Eso es lo que hay que preservar lo más posible en medio de la crisis ya instalada.
Se dice que esto requeriría de acciones bien definidas en lo que se llama el campo de la microeconomía, es decir, el de las empresas y familias, y de prudencia en la gestión de la macroeconomía, o sea, en las condiciones agregadas. Pues sí, en efecto, de eso parece tratarse, pero no con los criterios convencionales definidos por las tendencias que ya se han roto. Éste es un nuevo juego, con otras reglas, que aún no se establecen.
No vaya a ser que se haga cierta la imagen que se tiene de los economistas. Saben que su campo se divide en dos: la microeconomía, que estudia el comportamiento individual, y la macro, que estudia cómo funciona la economía en su conjunto. El problema es que muchas veces parece que en el primer caso se trata de aquello en que los economistas están equivocados en particular, y en el otro de aquello en lo que se equivocan en general.