Usted está aquí: martes 4 de diciembre de 2007 Economist Intelligence Unit La manera incorrecta de proteger la privacidad en línea

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La manera incorrecta de proteger la privacidad en línea

Internet prometió un mundo de perfecto anonimato: un espacio donde la gente podría insultar a otros, coquetear y masturbarse, y nadie se daría cuenta. Se suponía que iba a ser un universo sin vecinos, sin entrometidos, sin convencionalismos sociales. Pero, entonces, llegaron los publicistas.

Las empresas de publicidad por Internet quieren rastrear los instintos secretos que revelamos en línea, y usarlos para vendernos sus productos. Así pasa en Estados Unidos, después de todo. Pero ahora, de pronto, queremos que los gobiernos nos protejan de su entrometimiento en línea: grupos de consumidores estadunidenses exigen una lista de “no rastrear” que permita que los cibernautas de ese país demanden a las empresas de Internet que espíen lo que hacemos en línea. Pero deberíamos ser cuidadosos con lo que deseamos.

La semana pasada, durante una audiencia en Washington DC, los “abogados de la intimidad” cabildearon en la Comisión Federal Comercial para que se proporcionen a los consumidores los instrumentos para luchar contra la denominada publicidad conductual: anuncios generados con base en la manera en que navegamos por la Internet y que se adaptan a nuestros intereses personales.

Personalmente, estaría encantada de recibir menos anuncios de Viagra. Y si eso requiere que se me rastree en línea para demostrar que no soy, de hecho, un macho menopáusico de priapismo deficiente, sino una mujer de mediana edad con dos hijos pequeños, le daría la bienvenida a la corrección. Pero puedo entender la preocupación de los grupos pro privacidad: luego de décadas de liberador anonimato urbano (donde los vecinos sabían poco y se preocupaban menos por lo que hacíamos), de repente nos encontramos de nuevo en una especie de pueblo preindustrial en línea: un mundo donde cada tendero digital sabe nuestra vida (quién coquetea con quién, quién profiere insultos en la plaza pública, y quién compra revistas de jovencitas).

El simple hecho de que la tecnología pueda horadar nuestro precioso anonimato no significa que nuestra intimidad haya sido sacrificada de manera irrevocable a los dioses del ciberespacio: los publicistas pueden ser capaces de rastrear lo que hago en línea, pero no están configurados de manera adecuada para chismear de ello con los vecinos. Yo preferiría que me espiara una computadora y no la solterona de al lado.

Los cibernautas más jóvenes pueden valorar la intimidad aún menos que yo: el usuario MySpacer o Facebooker promedio puede pensar que tiene menos que perder o proteger en línea que aquellos de nosotros que recordamos un mundo sin correo electrónico. A juzgar por la cantidad de delicados datos personales que ponen en línea, la intimidad es un valor de la generación de sus padres. Los jóvenes poseen los conocimientos tecnológicos para proteger su intimidad en línea: bloqueando cookies (etiquetas de rastreo que favorecen la publicidad conductual), o visitando sitios web que pueden bloquear la publicidad de ese tipo. Pero no se parecen a nosotros: si no protegen su privacidad en línea no es porque sean incapaces de hacerlo, sino porque no les preocupa demasiado. ¿Quiénes somos nosotros para decirles que están equivocados?

Adoptar un registro nacional de “no rastreo” –con base en el popular registro “no llamar” que bloquea a la mayoría de los vendedores que marcan teléfonos de casa– parece ser una manera sencilla de protegernos, en línea, de nosotros mismos. Pero podría resultar algo muy diferente.

Los publicistas por Internet señalan, sin duda correctamente, que si no pueden bombardearnos con anuncios relevantes basados en nuestro modelo de comportamiento por Internet, tendrán que bombardearnos con un diluvio de anuncios que la mayor parte de nosotros considera superfluos. Es difícil apreciar cómo el cibernauta promedio se beneficiaría de ese mercantilismo indiscriminado.

Desde los inicios del comercio, los vendedores conocían nuestras preferencias y hacían sus negocios en consecuencia. Durante años, el personal de limpieza, el carnicero o el tendero han sabido nuestros secretos más profundos: féculas pesadas y no ligeras, uvas rojas y no blancas, mejor T bone que fajitas New York. Los sitios web pueden recabar y almacenar más información que el tintorero del vecindario, el carnicero o el tendero –pero a ellos no les importa tanto. Y si no nos gusta la forma en la que tratan nuestra privacidad, hay muchas alternativas: en el viejo mundo, el carnicero del vecindario pudo haber sido la única fuente práctica de carne. Pero eso no sucede en un mundo donde se puede ordenar filetes por Internet para que lleguen por correo.

La intimidad ha entrado en una nueva era, pero aquellos de nosotros que nos preocupamos por eso podemos hallar los instrumentos para protegernos, incluso en línea. Es difícil creer que un registro de “no rastreo” protegerá la privacidad de aquellos que no comprenden aún de qué se trata.

Fuente: EIU

Traducción de texto: Jorge Anaya

 
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