Una pregunta para el espejo:
¿Qué hacemos con las viejas?

• En unos años seremos ancianas/os dos de cada diez habitantes
• Cada vez menos servicios, el cuidado se transfiere a las mujeres
• La norma oficial pobre y pocos asilos y residencias la cumplen
• Bajo el dios de la juventud la vejez sólo un problema

Ximena Bedregal (*)

¿Cómo se llega a la ancianidad, qué plantea ella y cómo se vive? Más allá de saber que es la última etapa de la existencia no hay una respuesta fija, depende del tipo de vida que en lo intelectual, emocional, laboral, físico, y alimenticio se haya llevado, de factores genéticos y de la condición económica, del medio familiar y la visión que éste tenga de la tercera edad.

Lo que sí es claro es que la vejez y sus formas de existencia están íntimamente ligadas al tipo de cultura en que se vive. En esta cultura patriarcal, donde se le rinde pleitesía a los dioses del poder, el dinero, la fuerza y la juventud, la edad es un problema y la ancianidad, lejos de ser la plena madurez y el coronamiento y memoria de la existencia, es hoy por hoy, por lo menos una carga, y en un gran número de casos, los ancianos son desde una molestia hasta un desecho.

Basten algunos datos básicos: en México el 72.4 por ciento de los adultos mayores no tienen la capacidad económica de autosustentarse y son sostenidos por un familiar u otra persona; el 51 por ciento no tiene ningún servicio para atención médica; un millón 200 mil hogares están compuestos exclusivamente por adultos mayores, la mitad de estos compuestos por un anciano o una anciana sola.

La situación de las mujeres mayores es aun más grave. Su expectativa de vida promedio es siete años más que la de los varones (53 por ciento de adultos mayores son mujeres, cifra que va creciendo), sólo el 34 por ciento de las mujeres recibe alguna pensión por mínima que sea (contra el 65.6 por ciento de los varones). Es mayor el número de ancianas viudas o solteras solas (55 por ciento) que el de varones mayores solos (23.1 por ciento), si en general sólo el 36.6 por ciento de la población de más de 60 años tiene un trabajo remunerado, sólo un 17.4 por ciento de las mujeres adultas mayores lo tiene, en contraste con el 57 por ciento de los varones de esa edad. En el 85 por ciento de los hogares compuestos por una persona mayor sola, se trata de una mujer anciana solitaria.

Para el año 2000 había en México 5 millones 300 mil hogares con al menos una persona de 60 años o más (prácticamente una cuarta parte del total de hogares en el país), de los cuales casi la mitad son hogares con ancianos de más de 70 años y uno de cada seis con personas de más de 80 años.

Pero más allá de las frías cifras, de suyo demoledoras sobre nuestra concepción y trato a la edad en tanto sociedad, están los hechos humanos, las vidas cotidianas, los modos concretos de sobrevivir a esta barbarie cultural.

Cotidianeidad sobre las mujeres

¿A partir de qué edad nuestras ancianas y ancianos están empezando a necesitar cuidados especiales, cuántos de ellos y ellas los necesitan, quién proporciona estos cuidados, sobre quién recae la responsabilidad emocional y física cotidiana, el gasto diario, el mantenimiento; quién solventa el gasto extra de las enfermedades y achaques de la edad de ese 51 por ciento de ancianas y ancianos que no cuentan con ninguna previsión, cuánto han avanzado enfermedades progresivas e irreversibles como las demencias seniles, el Alzheimer, etcétera?
No hay datos, no existen las cifras, nadie se ha interesado por esas realidades. Más allá de decir “la vida se ha alargado”, “hoy hay más años de vida con cierto bienestar” los y las ancianas/os “son sostenidos por un familiar u otra persona”, nadie puede dar cuenta de esa parte de la historia de la vida.

Sospechamos (y no decimos que estamos seguras para que ningún estadisticólogo o estadisticóloga nos diga que hablamos sin datos y cifras y por tanto sin rigor científico) que este silencio que resuena a lo largo y ancho del país se debe a que la tercera edad está cada vez más en las manos y sobre las vidas de las mujeres.

Lo sospechamos tanto porque sabemos que culturalmente todo el trabajo del cuidado está asignado a las mujeres y que se trata de lo invisible, lo no cuantificable, lo que no entra en las cifras de la economía, pero también porque lo vivimos cada día y en concreto en nuestras vidas o en las de nuestras amigas, vecinas, compañeras de trabajo y conocidas. Es, más que una sospecha, un saber.

Josefina, socióloga, profesora universitaria, divorciada madre de dos hijas jovencitas tiene a su madre de 86 años inmovilizada en la cama y con un progresivo estado de demencia senil. Tiene una cuidadora que la ve de día pero ella corre cada tarde para hacerse cargo de sus necesidades. Dar estudios a sus hijas, mantener su casa y solventar los gastos de la madre (que ha tenido tres hospitalizaciones) le impiden tener otra cuidadora de noche.

Luisa tiene tres hermanos varones, su madre de 76 años que vive en su departamento en compañía sólo de su ayudante de hogar, empieza a tener fuertes olvidos y confusión mental. Luisa corre cada día a ver a su madre, ordena y deja instrucciones, habla por lo menos dos veces al día por teléfono, llama a los médicos y pelea con sus hermanos para que, al menos, ayuden con algo de los gastos que están fundamentalmente recayendo sobre ella. Está en una fuerte depresión porque ve que la cosa se agrava, su ayudante de hogar “ya no está pudiendo cuidarla” y no sabe qué determinación tomar.

María, campesina e indígena del Estado de México, no sabe que edad tiene su madre, “debe andar por más de 60” nos dice y llora porque ya no puede ir a su huerto ni a la milpa, ella se quebró la cadera (¿o la pierna o ambas?). “Hay que cuidarla mucho porque se quiere mover y se me cae a cada rato, además tiene muchos dolores”.

La suegra de Rosaura falleció hace un año, el suegro (76 años) entró en una gran depresión, se le agravó la diabetes y le tuvieron que cortar una pierna. El marido de Rosaura, un burócrata con un salario escaso, lo trajo a vivir a su casa. Ella, además de cuidar a sus tres hijos menores y a su madre anciana pero aún lúcida y con cierta capacidad de colaborar, lo cuida, lo baña, lo viste, lo saca a pasear. Confiesa que cada noche cae a la cama agotada y que su matrimonio está en crisis porque su esposo no quiere compartir la responsabilidad con su hermana que se deslinda del asunto y porque el hijo adolescente “no comprende al abuelo y pelea mucho con él” (le dieron su recámara).

Y así podríamos también contar el caso de Antonieta, de Ximena, de Lupita, de esa parte femenina de la sociedad haciéndose cargo de madres, padres, suegros o tíos/as como pueden, sin apoyo, sin capacitación, sin recursos suficientes, sin remuneración ni límite de horario.

¿Alternativas y apoyos?

Los lugares donde buscar capacitación o instrucción para atender a los adultos mayores son más que escasos. Sólo existen algunas capacitaciones breves que proporciona el Instituto Nacional Para el Adulto Mayor; la llamada “Escuela para hijos” del DIF que está más enfocada a promover la integración del adulto mayor al núcleo familiar y la Fundación Alzheimer (en el DF) donde a cambio de horas de apoyo se pueden aprender ciertos cuidados del paciente con esa enfermedad.

La familia nuclear de hoy –además en crisis- no parece ser el lugar más idóneo para la mayoría de los adultos mayores, especialmente cuando estos padecen enfermedades físicas o mentales. La presión económica, la salida de las mujeres al trabajo remunerado fuera de la casa y su creciente realización en proyectos propios, la mayor conciencia de que no tenemos que ser nosotras las únicas responsables del cuidado familiar, todo ello sumado a una cultura cada día mas adicta a la juventud, más fóbica de su ancianidad y más dificultosa para convivir con las diferencias, ha ido generando un entorno crecientemente hostil para las personas mayores y aunque las mujeres ponen su mejor energía y toda su ética en cumplir estas tareas, los ancianos del entorno aumentan el trabajo y esfuerzos de ellas, las necesidades de recursos cada vez más escasos y la vida misma de los ancianos y ancianas se hace más dura y dolorosa.

¿Qué alternativas existen. Que apoyos se pueden encontrar?

Aún es muy extendida la idea de que el hecho de que un/a anciano/a viva en una residencia especializada es un “abandono” que causa culpa, siendo que un entorno de iguales y de cuidados especializados debería ser una buena alternativa, en primer lugar para la persona anciana y luego para la familia.

Precisamente la “problemática” con los adultos mayores ha impulsado la creación de estos centros y residencias para la tercera edad y cada día más adultos mayores viven en estas instituciones. Las hay públicas, las menos; privadas con fines lucrativos (las más) y los privados sin fines de lucro. ¿Cuántos son y cuantas personas viven ahí?, es otro dato que no existe, como tampoco se sabe por qué llegan, en qué condiciones, en qué medida se usan para abandonar a la persona o para darle realmente una mejor vida, en qué medida estos establecimientos cumplen con la Norma Oficial (publicada en 1997 y que señala que las casas para ancianos deben contar con alojamiento, alimentación, vestido, actividades recreativas y culturales, así como atención médica integral con geriatra, psicólogo, odontólogo y terapista físico), ni se sabe de penalidades para quienes no la cumplen.

Según María Antonia Durán López, directora de Rehabilitación y Asistencia Social del DIF y el doctor Sergio Valdés Rojas director de la Casa Hogar para Ancianos Arturo Mundet, las únicas que cumplen con la Norma Oficial son las del DIF, las cuales tanto para Valdés como para Durán son un modelo a seguir, ya que en ellos la atención a la senectud es integral.

Según lo que señala un estudio que realizó la Profeco en 39 asilos privados con fines lucrativos, siete privados no lucrativos y cinco públicos, ubicados en el Distrito Federal, Hermosillo, León y Oaxaca, se encontró “inestabilidad o ausencia de personal para el cuidado del anciano, ya que muchas veces se ocupa al mismo personal para diferentes actividades; la mayoría de los centros visitados funcionan a su máxima capacidad y no cuentan con zonas de emergencia en caso de siniestro” además de que “el personal especializado varía mucho entre asilos, si bien casi todos cuentan con un médico general, únicamente la mitad tienen un médico especialista en adultos mayores (geriatra), el 38 por ciento tiene un psicólogo y sólo 10 por ciento un traumatólogo”.

“Las casas que abren los particulares son las que menos tienen, en las que menos control hay y de las que mucho desconocemos. Habitualmente son cuidadores habilitados o personal no calificado el que se encarga de la atención de los ancianos, en construcciones adaptadas en una casa grande; e incluso estos centros no tienen licencia sanitaria”, recalca Valdés Rojas.

Triple Jornada realizó un recorrido por varias residencias privadas para tercera edad y aunque ninguna cumplía totalmente con la norma encontramos variedad. En algunos casos la situación era deprimente y parecía un negocio fuera de toda ética. Otras eran simplemente una suerte de renta de cuartos con comida para ancianos totalmente autosuficientes. En otras se trataba de casas adaptadas, limpias y agradables pero que no contaban con médico estable ni área de salud, tampoco con actividades recreativas que se las dejan a los propios ancianos o a la iniciativa de un mínimo personal destinado a la atención directa a los residentes.

En algunas de estas casas platicamos con las residentes (mayoría mujeres) que manifestaron estar “más o menos contentas”. También encontramos algunas que cuentan con parte de lo que determina la norma, aunque ninguna con geriatra ni traumatólogo permanente. Evidentemente sus costos son los más altos, fuera del alcance de la gran mayoría de la población, ya que van de los 13 mil a los 25 mil pesos mensuales más una cuota inicial, incluso una de las más caras requiere de una membresía previa de varias decenas de miles de pesos. Las más económicas empiezan en los 4 mil pesos mensuales en cuarto compartido. En una de ellas, relativamente bien equipada, no sólo hay ancianos/as sino también jóvenes con problemas mentales.

En el caso de las mejores y más caras platicamos con familiares de residentes, la mayoría manifestaron estar contentos aunque no faltó quién aclare que “el personal no siempre es bien capacitado ni suficientemente controlado y suelen ocurrir casos de maltrato”.

Para las ancianas con alguna demencia senil y para sus hijas o hijos, el panorama es desolador. Por principio ningún establecimiento público y solo unos pocos privados y de beneficencia social acepta a estas/os enfermas/os. Tanto la directora de Rehabilitación y Asistencia Social del DIF, como las administradoras de residencias privadas enfatizaron que “alguien con mal de Alzheimer u otro tipo de demencia no reúne las características de nuestros asilados, ya que necesitan un cuidado especial y el perfil nuestro no es para darlo”. En el caso de las públicas, si la enfermedad inicia ya estando en la residencia los mantienen o canalizan a otra institución pero en el caso de casi todas las privadas, salvo unas cuatro excepciones, cuando inicia alguna forma de demencia, sus familiares deben retirarlos.

Cabe señalar que observamos que aproximadamente siete de cada diez residentes en estas instituciones son mujeres.

¿Cuál es el futuro?

Si hoy que las personas senectas son menos de uno por cada diez habitantes se critica duramente el apoyo a los/las eufemísticamente llamadas personas de la tercera edad –recordemos que el presidente Vicente Fox planteó que un proyecto de ese tipo “llevaría al país a la quiebra” y que “sería terriblemente injusto darle a quienes no han trabajado” (obviamente mujeres, indios, campesinos y subempleados que no cotizan en el IMSS por su trabajo)-, si hoy quienes trabajaron y cotizaron toda su vida reciben pensiones que no les alcanza ni para sobrevivir una semana y se sigue desmantelando el Estado de bienestar, si cada vez hay más personas solas, los hijos son cada día menos, además de menos garantía de futuro ¿Qué pasará mañana, cuando tú adulta o joven lectora/lector llegues a la vejez?

Esta no es una pregunta retórica. Se estima que en el mundo, en promedio para el 2050, la pirámide de edades se invertirá: dos de cada diez personas (20 por ciento) tendrán más de 60 años, cifra igual a la de los menores de 14 años.

En México, de acuerdo con las proyecciones vigentes del Consejo Nacional de Población (CONAPO), para esa misma década, uno de cada cuatro mexicanos (25 por ciento) tendrá más de 65 años.

El mundo discute hoy día que hará con “el problema” (¡sic!) de la vejez, no sabe qué hacer y no lo sabe porque dentro de esta macrocultura y esta economía insolidarias no tiene solución. Bajo este sistema, no sólo económico, sino cultural, la población ya no podrá mantener su propio paso de la edad. ¿Una más de las formas del suicidio de esta humanidad patriarcal?

(Con la colaboración de Nora Sandoval)

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