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México D.F. Jueves 19 de agosto de 2004

Olga Harmony

Noche de reyes o como quieran

Desde que en 1953 (y años después, retomada por Néstor López Aldeco) Charles Rooner estrenó la paráfrasis que León Felipe tituló No es cordero, que es cordera, y excepto algún montaje para Teatro Escolar y una mala parodia, este texto shakespereano no se había escenificado, por lo que es muy bienvenido, sobre todo en la traducción de Angelina Muñiz y Alberto Huberman, tan distantes del tosco estilo de Luis Astrana Marín -la que se tiene más a mano- que parece, casi, escrito en español contemporáneo, muy pulcro y muy fluido, con la supresión de un par de personajes accesorios y algún otro elemento, lo que no resta comprensión a las variaciones de la acción dramática de esta obra polisémica y que en cambio contribuye a la austera innovación del montaje.

Casi inmediato al homenaje que se rindió a Ludwik Margules y en el que apareció su libro de Memorias publicado por Ediciones El Milagro -y del que me ocuparé en otra ocasión- este estreno, con el que se abre el periodo de cuatro meses en que Margules y su equipo se harán cargo del teatro El Galeón -refrenda que el director es un hombre de su época, muy al tanto del fenómeno teatral en todas las latitudes. Nos recuerda en algo a la Emilia Galeotti de Franz Castorf en cuanto a la ruptura de las convenciones del realismo, pero se dirige hacia otros horizontes, sobre todo en lo que al análisis del texto se refiere y al desnudamiento de lo que esta comedia puede tener de sombrío para un público actual. Ya en la lejana puesta de Rooner se nos hacía reflexionar acerca de la melancolía del bufón Feste, encarnado por su mujer Luisa, pero Margules va mucho más allá.

En esta escenificación se desnuda lo que de cruel tiene la en apariencia maliciosa broma jugada al pobre Malvolio -en uno más de los amores contrariados- cuando lo vemos encerrado en una mazmorra oscura, con camisa de fuerza. No lo festejamos. Advertimos la ruindad de don Tobías y don Andrés y de sus compañeros de juergas Fabián y María, todos zánganos a costillas de Olivia, que aquí ya no son graciosos con sus cánticos discordantes -a pesar del tono de farsa con que el director maneja sus escenas en contraste con la cortesanía y la dignidad de los otros personajes- sino verdaderos rufianes apoyados por Feste, que quizás al final se muestre arrepentido.

En un inmenso espacio diseñado por Mónica Raya, de largas paredes de tonos metálicos y con un suelo de rectángulos de madera pulida, sin juegos de iluminación (incluso la luz de sala siempre encendida) y con un vestuario contemporáneo diseñado por Beatriz Russek, los actores se mueven de manera muy poco realista. Entran y salen describiendo grandes ángulos hasta ocupar el espacio designado, casi siempre al centro y dan muchos parlamentos de frente al público, a veces sin mirarse. En ocasiones, como resulta al final, se concentran todos los personajes en un pequeño espacio, desdeñando los que quedan vacíos a los lados, con Viola y Orsino dándoles frente de espaldas al público.

Está claro que la pretensión del director en todo su trazo es desnudar los planos de la obra, el amor cortés y melancólico a pesar del anhelo sexual, lo sombrío de la conducta de los compinches, el travestismo de Viola, la melancolía de los personajes ante lo que sienten como pérdida, dando a cada momento el tono justo. Como siempre, Ludwik Margules plantea su montaje en la exploración espacial y en la capacidad de los actores a los que priva de todo apoyo, pero a los que mueve a dar los matices que cada personaje requiere. Así, Arturo Ríos es un enamorado un tanto doliente sin perder su dignidad. Emma Dib no juega a fingirse viril, mostrando toda su feminidad y sufre por su amor por Orsino y su compasión por Olivia. Claudia Lobo es una mujer madura empeñada en la conquista de quien cree un mozalbete. Rodrigo Vázquez es el bufón casi siempre constristado, aun cuando hace juegos de palabras. Lydia Margules es la vulgar María, tan diferente a su ama. Miguel Flores no pierde la compostura, lo que nos obliga a ver sufrimiento -el cuerdo tenido por loco, el enamorado sin esperanzas- donde debiera haber ridículo. Diego Jáuregui resulta un detestable borrachín como don Tobías. Rodolfo Arias muy gracioso en su deplorable don Andrés y Alejandro Navarrete intencionado como Fabián. En contraste con ellos, la hombría de bien de Carlos Ortega como Antonio y el deslumbramiento ante su buena suerte de Pedro Izquierdo como Sebastián.

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