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México D.F. Lunes 16 de agosto de 2004

Con llenazo comenzaron las novilladas en la placita tlalpense de Arroyo

Ante un bravo astado de El Grullo, Guillermo Martínez cortó dos orejas

Hubo otro apéndice para Mariano del Olmo Louceiro III y Huerta, detalles

LUMBRERA CHICO

Rafael Herrerías hizo todo lo posible -que no era mucho, por otra parte- para impedir la temporada de novilladas en la placita de Arroyo. A través de la Unión Mexicana de Picadores y Banderilleros, que preside el varilarguero Beni Carmona, trató de elevar por las nubes los sueldos de las cuadrillas. A los muchachitos que aspiran a convertirse en figuras y aguardan una oportunidad en la Monumental Plaza Muerta (antes México) les advirtió que si actuaban en el pequeño ruedo de la avenida Insurgentes sur los vetaría para siempre. A los ganaderos les repitió la amenaza. El propósito obvio era mantener ayuna de pitones a la afición capitalina para seguir aumentando la presión contra el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.

Pepe Arroyo, el taurino empresario, hijo del fundador de la mayor tienda de barbacoa y chicharrón que existe en el país, no se dejó amedrentar como el año pasado cuando, por causas semejantes, no pudo abrir las puertas del coso de Tlalpan. Esta vez, con ánimo redoblado, cumplió sin chistar con los trámites de la Ley de Espectáculos Públicos, logró un buen acuerdo con el sindicato de las cuadrillas, infundió arrestos a los jóvenes principiantes que vacilaban y adquirió al menos ocho encierros de buenas ganaderías para comenzar el serial.

Y de acuerdo con lo previsto, a las 13 horas del sábado, sonaron timbales y clarines e hicieron el paseíllo cuatro diestros: el rejoneador Pedro Louceiro III y los de a pie, Guillermo Martínez, de Guadalajara, Jalisco; Mariano del Olmo, de Apizaco, Tlaxcala, más el desconocido Orlando Huerta, acompañados por el grupo de Los Forcados Mexicanos, para matar un bovino del hierro de El Vergel y tres de las dehesas de El Grullo.

Avido de capotes, muletas, cornamentas y monteras el público desbordó las mil localidades de la placita, considerada por su aforo como de tercera categoría, y mucha gente se quedó con las ganas merodeando las taquillas.

El retorno de la arrucina

Pedro Louceiro III está todavía muy verde. Ante el ejemplar de El Vergel, falto de casta y de celo, emprendió no pocos viajes en falso, abanicando el lomo de la bestia con el arpón de sus rejones. Dada la estrechez del ruedo, lució ahogado durante la mayor parte de la lidia y no logró convencer a los conocedores. Entonces prestó el escenario a los forcados, que pudieron cuajar la pega al segundo intento, sufriendo algunos de sus miembros una terrible golpiza durante la primera. Por último, el caballista retornó armado con la hoja de peral y, después de un pinchazo, hundió el acero en el rincón de Pablo Hermoso de Mendoza, que gracias a la bonachona actitud del público le valió una inmerecida vuelta al ruedo.

Pero el banquete que esperaban los hambrientos espectadores llegó con la actuación del tapatío Guillermo Martínez. Muy quieto, pegado a las tablas, el triunfador de la feria de Guadalajara dibujó unas verónicas muy sentidas, ensayó con éxito la caleserina, se plantó en los medios oscilando la muleta para ejecutar la suerte del péndulo y de inmediato ligar una buena tanda de derechazos. Al cambiarse la franela a la diestra dejó que el bravo novillo, que había peleado con rabia bajo el peto del picador, le arrebatara el engaño y encendiera los focos de alarma. Sin embargo, con gran malicia, al ver que el torete no tenía muchos muletazos más, volvió a porfiar con la derecha, improvisó dos riverinas y remató la serie con una arrucina, que a muchos niños que jamás habían visto ese hermoso lance, los dejó atónitos mientras la banda tocaba la diana y las palmas atronaban con fervor. Así, con el público en la bolsa, mató de un estoconazo, recibió dos orejas en premio; el juez Ricardo Balderas decretó la vuelta al ruedo del astado y el tapatío, en compañía del ganadero José González Dorantes, paseó los trofeos por el anillo bajo una lluvia de prendas.

A Mariano del Olmo, que le había quedado un paquete después de esto, no lo amilanaron las proezas de su colega y, con un novillo áspero y descompuesto, tragando leña, redondeó una aguerrida faena de muleta al natural, cargando la suerte y cruzándose cuando era necesario, y como también resultó eficaz en la suerte suprema, fue recompensado con otra oreja.

Más bien tímido, o no muy comunicativo que digamos, Orlando Huerta se enfrentó a un enigma y no fue capaz de resolverlo. El novillo que cerró plaza era la antítesis de sus hermanos, soso, tardo, distraído, y el muchacho tuvo sólo algunos detalles, pero nada más. 

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