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Obituario   - NUEVO -

P O L I T I C A
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México D.F. Miércoles 30 de junio de 2004

Gustavo Iruegas

Toda de blanco hasta los pies vestida

Con muy buenas razones para mostrarse airada, la clase media mexicana decidió salir a la calle a reclamar seguridad y justicia a las autoridades, a las que considera responsables por omisión o francamente culpable de sus males. Parecía querer marcar, con su civismo, la diferencia de clase con la policía, la que difícilmente encuentra lugar en la clase media pero es, sin duda, más representativa de la nación que los desfilantes del domingo 27.

Válidos los reclamos y las exigencias, pero erróneas y desorientadas las peticiones, no pueden considerarse, sino como la expresión de la profundidad del problema. El respeto a la ley no se consigue modificando la ley ni la mejoría de los servicios se promueve recortando los recursos. Corresponde a los responsables y a sus expertos ofrecer la solución.

Lamentablemente los principales líderes políticos del país reaccionaron al enorme y abrumador reclamo reduciéndolo a la evidente manipulación política y mediática o sumándose al reclamo, como si no fuera contra ellos mismos. En inusual incongruencia en ese gremio, pero sintiendo como nadie la necesidad de responder al crimen con la fuerza del Estado, el general y procurador admite que hay repensar la cuestión de la pena de muerte a sólo semanas de que el general secretario propuso eliminar la pena de muerte de la justicia militar.

Todo esto muestra una sociedad mexicana harta de violencia, crimen e injusticia, cuyo gobierno aún no acierta a comprender la naturaleza y la gravedad de sus males. No se trata simplemente de la comisión de delitos y de la consiguiente aplicación de la ley. La intensidad y frecuencia de la criminalidad en México ha causado una transformación cualitativa del más puro corte dialéctico: ha dejado de ser una simple colección de transgresiones atendibles por el Ministerio Público y pasa a interesar la seguridad del Estado -la seguridad nacional- en su función primigenia: la seguridad pública.

Cuando el Estado no puede garantizar la seguridad pública deja de cumplir la primera de sus obligaciones y el monopolio de la violencia legítima empieza a dejar de serlo. Cada delito que se comete con impunidad se convierte en una demostración de que el crimen sí paga. De ello se deriva el que todos los días hay nuevas personas que deciden iniciarse en la vida del delito. Lo hacen convencidas de que si delinquen no las van a atrapar; de que si las atrapan, las van a soltar; de que si no las sueltan, pasarán poco tiempo en la cárcel, y de que si pasan una larga temporada en prisión, no la pasarán mal. Cada una de estas posibilidades considerada como una minúscula probabilidad del escalón anterior. De modo que las probabilidades de que un delincuente reciba un castigo proporcional al crimen cometido son mínimas.

Cada nuevo delito y cada nuevo delincuente redundan en la ya menguada capacidad de las autoridades para prevenir, perseguir, enjuiciar y castigar a la delincuencia. Se establece así el círculo vicioso en el que cada día hay más crímenes impunes y, cada vez más, la capacidad del gobierno para restaurar la seguridad pública se reduce.

Otros mexicanos adoptan actitudes defensivas: desde aquellos que deciden poner un tope frente a su casa o cierran una calle al tránsito general, hasta quienes deciden armarse en su casa o, inclusive delinquiendo, salir armados a la calle; son todos ciudadanos que han comprendido que el gobierno no resolverá sus problemas y deciden enfrentarlos por sí mismos. Otros, los más, no pueden ir más allá de la cotidiana esperanza de no ser la presa del día de los terribles cazadores de personas.

Se crea así el clima propicio para que el Estado, incapaz primero de garantizar la seguridad pública, pierda enseguida la posibilidad de mantener el orden interno y quede a merced de fuerzas internas y externas deseosas de medrar a sus expensas.

La confianza ciudadana en la capacidad del Estado para cumplir con su cometido -proveer la seguridad y promover el desarrollo- se diluye, y la cohesión social se erosiona al grado de que lo que está en peligro es la existencia misma del Estado.

Todo lo anterior, y sin considerar ahora otras amenazas que se ciernen sobre el Estado y la nación mexicanos, es resultado de la incapacidad de enfrentar la delincuencia que padecemos, galopante como la peor de las fiebres.

El problema de la criminalidad en México, dada la complejidad en que se encuentra, debe ser comprendido en lo que tiene de enfermedad social: el convencimiento de una parte creciente de la sociedad de que robar, asaltar, violar, secuestrar y matar es redituable. El diagnóstico descansa en la creciente percepción de que delinquir sí paga.

Hay una manera de revertir el círculo vicioso y convertirlo en virtuoso. Hay que reorientar la opinión de los que creen que el crimen es un negocio de bajo riesgo. Sólo se necesita un gato, un cascabel y alguien que se lo ponga.

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