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México D.F. Lunes 26 de abril de 2004

Hermann Bellinghausen

La mesa y más allá

En poco tiempo fue evidente que Susana estaba en la obsesión de todos. De doña Amparo y las sirvientas, de sus hermanos incomodados y las nueras enfrentadas a su propia mediocridad (supuesta o real) con esa envidia que difumina las fronteras entre la admiración y el miedo. Era, de otra manera, la obsesión de todos los huéspedes varones, célibes hasta no probar lo contrario y, a excepción de Pericles, sin novia y con el epidídimo repleto de buenos deseos.

No se contaba con ella, se vio pronto. Volvieron paulatinamente al menú las chuletas, las albóndigas, el cuete mechado. Y así, menos se vio a Susana en las inmediaciones de la mesa, o frente al refrigerador comiendo frío el arroz entomatado a sus regresos tardísimo.

La mesa y sus inmediaciones fungían como polo magnético de la casa. Desde allí oficiaba doña Amparo su hipertrofiado don de hospitalidad. No todo era cocinar, servir y comer; las tardes se vestían de bordados y tejidos con estambre El Gato y un incesante hablar y reír. La televisión vivía en la salita, si las visitas o las criadas querían ver la novela, tenían que ir allá. Doña Amparo no soportaba la televisión, a no ser el noticiario de los apóstoles de la verdad posible, Jacobo y Pedro. En torno a la mesa se desarrollaban las visitas normales. Las anormales o demasiado formales (un abogado, un contador, un cobrador, la vendedora de Avon, la muy eventual aparición de alguien de la familia política de doña Amparo, a quien nunca le gustaron los parientes de su difunto marido), transcurrían en la sala grande: gente en sillón o sofá comiendo galletitas, sin risas ni gritos.

Las risas brotaban del comedor en adelante y las visitas relajadas se servían limonada directamente del refrigerador en la cocina. Un Frigidaire de esquinas redondeadas. Entonces los diseños de la vida funcional (carros, interiores, electrodomésticos) eran romos y curvos, sin ángulo ni filo, como el Plymouth negro que parecía sarcófago y casi nunca salía de la cochera desde que falleció el señor.

En la sala grande fue recibido, desde la primera vez, el detective Baños, que empezó a ''darse sus vueltecitas'' y hablar con doña Amparo, cada día más precupada con los interrogatorios acerca de su hija Susana. Ella no revelaba nada al detective, en parte por elemental lealtad de madre, y en parte porque no tenía idea.

-ƑEn qué andará esta niña? -se preguntaba en voz alta doña Amparo al volver al comedor donde los demás esperaban impacientes, preocupados, curiosos.

Creo que yo era el único que sabía lo de la montaña. Que por las mañanas Susana subía a realizar prácticas de algo innombrable. De política se hablaba poco. Adolfo López Paseos era presidente, había comenzado la carrera espacial, y aunque Castro Ruz resultó comunista, en la casa sólo el derechista de Ibáñez hablaba mal de él.

La noche que doña Amparo se desveló hasta tarde para contarle a Susana de las visitas de Baños, la muchacha nada más se rió. Y dijo:

-No te preocupes mamá. No pasa nada. Soy una niña buena.

Con eso, por supuesto, doña Amparo se preocupó más.

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