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México D.F. Domingo 11 de abril de 2004

Carlos Bonfil

Monster, asesina en serie

Con cinco dólares en el bolsillo y la decisión de poner fin a sus días a menos de que algo bueno ocurra providencialmente en su vida, la menesterosa mariposa de bar y prostituta Aileen (Charlize Theron), conoce a la joven lesbiana Selby (Christina Ricci), con la que vive una historia de amor loco, primer acto de su meteórica carrera criminal. Monster, asesina en serie (Monster), primer largometraje de Patty Jenkins, se basa en la vida de Aileen Wuornos, quien ejecutó a sangre fría a siete hombres, todos clientes suyos, entre 1989 y 1990, en el estado de Florida. Luego de su arresto, pasó 12 años en prisión en espera del cumplimiento de su sentencia de muerte por inyección letal.

Con el fin de apegarse fielmente a los hechos, la realizadora entrevistó a Aileen en la cárcel y rescató fragmentos de sus cartas para utilizarlos luego en la cinta. El trabajo de caracterización de la joven criminal supuso no sólo una óptima adecuación física de la actriz que la encarnaría, sino una exploración de los motivos detrás de sus actos criminales, entre los que figura un episodio de abuso infantil, primera explicación de su aversión por el mundo masculino. A poco tiempo de iniciada la película, la atmósfera es ya pesada, autopistas lluviosas donde Aileen se procura clientes por apenas 15 dólares, bares de mala muerte donde la joven es apenas tolerada, y una cadena de humillaciones físicas y morales, propias del oficio, que sólo incrementan su misantropía. El encuentro con Selby es un momento afortunado en su existencia, la ocasión de un arrebato romántico, y paradójicamente el sello de su degradación final.

Monster, asesina en serie no es en absoluto un recuento sensacionalista de actos sanguinarios, y esto la distingue de muchas otras películas donde el desquiciamiento mental de un personaje es el pretexto para desbordamientos de violencia y exhibiciones morbosas de alguna supuesta turbiedad sexual. El lenguaje es aquí franco, exento de concesiones. La pareja vive su preferencia sexual abiertamente, como un par de adolescentes enamoradas, y no parecen encontrar discriminación alguna, excepto en un restaurante, donde su conducta incomoda al dueño, aunque sólo les pide no fumar en el área prohibida. Esto basta para desatar una furia desmedida en Aileen, y el regocijo en su compañera. Es posible imaginar lo que un acto de homofobia abierta habría provocado en el lugar. Un punto de identificación de las dos protagonistas es su doble condición de marginadas sociales y de parias sexuales, aspecto que la directora aborda con perspicacia y malicia. Todo se vuelve más delicado cuando luego de un acto de violencia extremo (la tortura y violación de Aileen por un energúmeno machista), la protagonista vuelca su odio acumulado en un acto criminal, técnicamente de autodefensa A partir de este momento, la cinta gana en complejidad y comienza a insinuar sus verdaderas preocupaciones morales.

El mérito de la actriz Charlize Theron no reside tanto en encarnar la vigorosa personalidad de Aileen con lucimientos gestuales un tanto sobreactuados, sino en su capacidad de transmitir en el nerviosismo de su mirada, en sus movimientos evasivos, en algún súbito enternecimiento, las contradicciones que animan a su personaje. Aileen nunca es totalmente el monstruo que señala el título de la cinta, pues inclusive en momentos de crueldad extrema, se percibe un conflicto interno entre el rencor justiciero que la conduce a matar y la conciencia súbita de que algunas víctimas suyas no merecen de modo alguno ser ejecutadas. Es interesante cómo la directora muestra el absurdo en la espiral de los actos criminales, la ironía de circunstancias adversas que condenan a la pareja a un irrefrenable deterioro afectivo. No hay entre las protagonistas complicidad criminal activa, sólo un impulso irracional en Aileen, y en el caso de Selby (estupenda Christina Ricci), una aceptación pasiva y maliciosa de la fatalidad. La mirada de Jenkins sobre el personaje central es finalmente generosa, pues sin llegar a justificar sus actos ni juzgar su conducta moral, le proporciona las explicaciones sociológicas pertinentes, con una visión casi de género. Hay sin embargo aquí fuertes distancias con aquel verdadero monstruo entre los criminales, el protagonista de un clásico en el subgénero: Henry: retrato de un asesino en serie, de John MacNaughton, 1986, donde la brutalidad del acto homicida reiterado se presenta fríamente, con una lógica propia, siempre impenetrable.

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