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México D.F. Domingo 18 de enero de 2004

Angeles González Gamio

Extravagancia barroca

Indudablemente uno de los tesoros barrocos más importantes de nuestro país es el templo del antiguo convento de Tepotzotlán, actualmente sede del Museo del Virreinato. Es obra de los jesuitas, quienes se establecieron en ese lugar a finales del siglo XVI, en instalaciones muy modestas, que al paso de los siglos se fueron transformando hasta convertirse en la maravilla que hoy todavía podemos admirar. Aquí estuvo el noviciado de la Compañía de Jesús, que formó personajes notables, como Carlos de Sigüenza y Góngora, Francisco Javier Clavijero, el célebre confesor de Sor Juana, Antonio Núñez de Miranda, y el cronista Andrés Pérez Rivas. La institución contó con varios opulentos benefactores, entre los que sobresalen, en el siglo XVI, el mercader de plata Pedro Ruiz de Ahumada, quien les proporcionó 34 mil pesos para la construcción del convento y la iglesia, y "28 mil a imponer a censo, de tal modo que produzcan 2 mil pesos de oro común para que se dedique a la subsistencia de los religiosos..."

Los jesuitas resultaron ser magníficos administradores y multiplicaron esos caudales, que los llevaron a ser dueños de haciendas, tanto de ganado como de sembradío, trapiches y molinos. En el siglo XVII apareció otra millonaria protectora: la viuda del capitán Pedro Vázquez de Medina, cuyo hijo, sacerdote jesuita, donó su herencia a la orden y convenció a su madre de que les brindara apoyos generosos. Estos fueron de tal magnitud que permitieron la edificación de 50 celdas, la biblioteca, dos patios y el templo dedicado a San Francisco Javier, que hoy nos brinda tanto deleite. Una centuria más tarde la orden ya contaba con gran fortuna, lo que le permitió mandar hacer la capilla de Nuestra Señora de Loreto y el Camarín de la Virgen, una fiesta de oros, arte y color. También embellecieron la iglesia con una extraordinaria fachada churrigueresca, al igual que el interior, al que dotaron de altares notables, maravillosas pinturas, custodias de oro y demás adornos lujosos. Baste decir que el diseño de los retablos y las pinturas fueron realizados por dos de los artistas más destacados de la época: Miguel Cabrera e Higinio Chávez. Es difícil transmitir con palabras la emoción que provoca admirar estos altares, con sus destellos de oro, formas voluptuosas, finos estofados y pinturas magníficas; es un auténtico festín para el espíritu.

Ahora es un buen momento para visitar el prodigioso recinto, ya que además se puede admirar en el museo la exposición de monjas coronadas, que nos muestra retratos de mujeres que al profesar se ataviaban con el hábito de la orden religiosa -algunos muy bellos-, alegrado por enormes y elaboradas coronas de flores, velas escamadas y profusamente adornadas con imágenes floridas y grandes medallones sobre el pecho, con finos marcos de carey, frecuentemente pintados por los mejores artistas. Es interesante conocer que esta extravagancia barroca sólo se llevaba a cabo en la Nueva España, al igual que la de que las monjas vivieran en su propia casa dentro del convento, con sus sirvientas, esclavas y niñas que las acompañaban. Ahí se dedicaban a leer, hacer música, orar, escribir, realizar labores manuales, cocinar delicadezas y, en muchos casos, ša fumar! Desde España llegó la disposición de que este modo de vivir de las monjas novohispanas era inadmisible, y se les ordenó conducirse con modestia; hubo tal reacción virulenta de oposición, tanto de las monjas como de las señoras de alcurnia, que solían pasar las tardes en los conventos escuchando música, poesía, chismeando y degustando ricas golosinas, y no hubo cambio alguno. Aparecen asimismo retratos de monjas muertas, a las que también se coronaba y adornaba, para estar dignamente presentadas para "el Señor". Todos tienen una leyenda en la que presentan una breve biografía de la difunta, destacando sus logros y virtudes.

Muy bien montada, la exposición muestra también un interesante video de la llegada al convento de una bella joven, elegantemente vestida y alahajada, acompañada de una procesión de religiosas con sus sobrios y hermosos hábitos y el elaborado ritual con el que la preparaban para la solemne ceremonia. También se pueden apreciar soberbios medallones, muchos de ellos pintados por artistas de la talla de Cristóbal de Villalpando o Luis Cabrera. La visita concluye con un paseo por la huerta, donde pueden verse los restos de la fuente de Salto del Agua original y saborear una sustanciosa comida en la hostería del propio convento, o unos ricos tacos de carnitas y guisados diversos en el mercadito aledaño o en las múltiples fonditas que rodean el lugar.

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