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México D.F. Domingo 4 de enero de 2004

Publican libro

La de Rosario, una historia de violencia, sida y discriminación

ANGELES CRUZ

A Rosario le duele todo. Los insultos, los golpes, la discriminación, pero algo que nunca olvidará es el llanto de sus hijas, sus súplicas para que no las dejara, sus promesas de portarse bien pero que las llevara consigo. "No podía cuidarlas. Estaba muy enferma. Tuve que dejarlas en ese internado", dice esta mujer de 37 años a quien el sida le llegó, como a la mayoría de las mujeres seropositivas: en su casa y a través de su esposo.

Aunque lo amó intensamente y durante su enfermedad trató de ayudarlo para que algún médico o institución de salud lo atendiera "que por lo menos no sufriera tanto", hoy Rosario prefiere no mencionar su nombre, "porque lo he borrado irremediablemente". El fue, dice, otro de los eslabones de la larga cadena de discriminaciones de que ha sido víctima durante toda su vida.

Desde que nació la ha padecido. Pasaron varios años antes de que su mamá dejara de señalarle la decepción que le causó su nacimiento. Ella esperaba un varón, "pero fui mujer y para colmo salí morena y enfermiza". Después, su padre se negó a que fuera a la universidad, "yo quería estudiar Derecho, pero él dijo que era un desperdicio si después me iba a casar y ya".

A los 22 años de edad salió de Chiapas para buscar un destino mejor. Llegó al Distrito Federal para recluirse en un convento. "Era mi última esperanza porque Dios ama a todos y nunca me insultaría". Ahí se sintió libre -dice- y eso "se volvió en mi contra", porque recobró su autoestima, su libertad y su sonrisa. Esta última fue el pretexto: "las monjas dijeron que así no podía hacer votos de castidad".

Al poco tiempo, de regreso a Chiapas, Rosario supo de la producción de tomates en Sinaloa y de los buenos salarios que percibían los trabajadores. Decidió ir para conocer y librarse de las críticas y burlas de su familia que la señalaba como "la monja amargada".

Maltrato y enfermedad

En aquella entidad conoció al que después sería su esposo. Nació Erika, luego Alondra y después Oscar. En realidad, confiesa, deberían haber sido cuatro, pero "al tercero lo perdí luego de una golpiza que él me dio... trató de ahorcarme. Ni yo sé cómo es que lo amaba si me pegaba, me engañaba, me decía que no servía para nada. En varias ocasiones se fue y varios meses después regresaba, hasta que un día llegó enfermo". Era febrero de 1999.

Rosario lo recibió de nueva cuenta y quiso ayudarlo. Para entonces ya residían en Tuxtla Gutiérrez. Fueron al hospital general donde, luego de varios análisis, los doctores dijeron que el hombre tenía un tumor en el cerebro y que "no había nada qué hacer". Nadie le dijo a Rosario que su marido tenía el síndrome de inmudeficiencia adquirida y menos que también ella podría estar infectada

Poco antes de la muerte de su esposo, ella también empezó a sentirse enferma. Necesitaba trasfusiones que en ningún lado le querían hacer porque "era un desperdicio", dijeron los médicos. No podía sostenerse en pie cuando decidió que sus dos hijas mayores se fueran al internado. Ahí las cuidarían. El más pequeño se quedó con la hermana de Rosario mientras ella luchaba por sobrevivir.

Fue de un hospital a otro. En todos lados la ofendían y le negaban atención médica, hasta que llegó a una organización civil que trabaja en la lucha contra el sida y a una agrupación de personas que viven con el mal. Ahí aprendió a defenderse, a descubrirse como ser humano, porque "siento, estoy viva y me duele la discriminación".

Aunque el virus de inmunodeficiencia humana se ensañó con su organismo, Rosario logró recuperarse y empezar a trabajar como costurera. Nuevamente tenía ganas de vivir y, sobre todo, de recuperar a sus hijos. Pasaron tres años antes de que pudiera hacerlo. En el internado, las monjas le dijeron que las niñas estarían mejor ahí que con ella, porque "no sabemos cuánto tiempo estarás".

No lograron detenerla. "Yo quería tenerlos conmigo porque son mis hijos. Quiero que sepan cuánto los amo y que estoy dispuesta a hacer lo que sea para seguir viva y con ellos", afirma esta mujer que ahora da la cara y ha aceptado que su historia sea contada en un libro: Rosario. El rostro femenino del sida. (Se puede obtener en las oficinas de Salud Integral para la Mujer -Sipam- sito en Vista Hermosa número 89, colonia Portales).

Mientras Rosario platica, un niño que pronto cumplirá seis años toma su refresco sin perder detalle de la conversación, y cuando alguien le pregunta su nombre, contesta seguro: "Oscar, y soy hijo de Rosario".

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