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México D.F. Lunes 27 de octubre de 2003

Hermann Bellinghausen

Litoral

Para quien ha nacido entre montañas, continente adentro, el mar es sólo un sueño, una imagen increíble, un cuento al aire libre. Su vestigio reverberaba en la conversación de los mayores, que ya no viajaban más allá de Cuernavaca, Tequisquiapan o los fuertes de Puebla, y el tiempo desmiente a los testigos presenciales en desuso.

Los riquillos de la escuela, testigos actualizados pero lamentables, reseñaban delante de nosotros los más patojos, y por presumir nomás, todas las cosas estúpidas que habían hecho en la playa de Acapulco (en esos años la ''única'' playa que no era naca, sino parecida a Polanco).

El resto de las referencias disponibles aportaban los reflejos para una idea del mar. Las películas, claro. De piratas, de guerra. Errol Flynn sonreía ante el peligro cual Pedro Infante, aunque no aprovechaba para cantar. Los viernes en el Ariel, los fines de semanas en el club Vanguardias de la colonia Roma, en sí mismo ya un vestigio de otras décadas. Las tormentas, los oleajes, los altamares verosímiles.

Azules y aburridas, las tarjetas postales de tíos y tías de paseo retrataban sin convicción playas y puertos.

Fue a partir de Los náufragos del Liguria, El estrecho de Torres, Sandokan en siete tomos, o bien las travesías del Capitán Sangre y de los ingeniosos personajes de Verne, empezando por la inglesita de El rayo verde, que el mar devino ''alguien'', vívido y posible, digno de mil nombres propios. Para quien no conoce mar, Moby Dick es el parteaguas de la experiencia que te sumerge en la totalidad sin drogas inteligentes ni estímulos virtuales. La página navega en medio del océano, en la intemperie marina.

Los años pasaron, afortunadamente. La infancia se desgastó en una irreversible adolescencia apresurada. Los volcanes y cerros se convirtieron en un confín viejo y pesado de la ciudad crédula de sí misma. Tan vasto el valle, que bastaba para trasunto del mundo. Cuántos y cuántas no salían ni de su barrio, satisfechos o resignados, y si acaso conocían Nativitas o Xochimilco. El lago de Texcoco ya cabía en un vaso.

Pero que a otros les ocurra algo no es consuelo. ƑCómo podía tanta gente vivir sin necesidad del mar? Las vacaciones familiares jamás serían a una playa. Y de preferencia, a ningún lugar con agua. Hasta las albercas resultaban peligrosas. Se ilustraba el punto con historias de ahogados, tiburones y barracudas, huracanes furibundos. (Bueno, sí, vivir es muy peligroso, como rebalsa el estribillo de El gran sertón, veredas, ese recorrido sin litorales, pero qué le vamos a hacer).

Más que en la foto de las palmeras inclinadas por un norte en la barra de Tecolutla, colgada en el pasillo, el aliento marítimo soplaba en los mástiles de palabras como ''Sumatra", "Bermuda", "Tonkin". O ''Cádiz'', pues a fin de cuentas las tierras de México las conquistaron marinos que lo primero que hicieron al tocar las costas del Golfo fue quemar sus naves.

Al disiparse el ave en el niño, nació en el joven la sed de mar. Perdido el don de vuelo, que jamás imaginó ir más allá de Anáhuac, el animal terrestre se refugió en la lectura, único lugar donde la libertad desayuna cada mañana una victoria.

Al concentrarse el hervor púber, las ideas de mar se cargaron de sensualidad, fantasías con hembra y poluciones nocturnas revolcadas en arena y espuma. Ojos que no han navegado. Carne que no sabe de sol.

Hay que cumplir catorce años para muchas cosas. Por ejemplo, alcanzar por la libre el mar abierto en Chamela y sus siete islas vírgenes, en los colores suaves de Tenacatita, Careyes y Careyitos. Ni palapas. El Club Mediterranée y Sheraton aún no descubrían nuestro Pacífico.

En las costas de Jalisco, el mar fue abundante y muy bravo, y el muchacho por supuesto casi se ahoga. En dos momentos vislumbró, ora sí pensando, el inerme apagón de la muerte. Los libros no le enseñaban cómo vencer la resaca, las mareas y las crestas altísimas de las olas verdaderas, pero su imprudencia sobrevivió al encuentro.

Impregnado de sal, aprendió a despertar el cuerpo. Sorprendió a los cangrejos que desaparecían veloces por los poros de la playa. Encontró acantilados salvajes a reventar de espuma, abismo y lejanía. Admiró la blanca soledad de los pelícanos en los arrecifes, la espesa muchedumbre del agua meciendo al planeta. Conoció la sensación extrema de ser arrastrado por una ola inmensa no prevista.

No hubo decepción. Los libros crecieron mar adentro, confirmados. El deseo halló su reflejo, y la distancia fue posible. Nunca más la sierra Madre Occidental ocultaría la palabra litoral.

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