Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 20 de abril de 2003
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Contraportada

MAR DE HISTORIAS

Los dos Judas

CRISTINA PACHECO

Hace mucho tiempo que los jóvenes empezaron a irse del pueblo. Aquí sólo quedan mujeres, ancianos, niños o enfermos como yo. El campo agoniza y el comercio está muerto. Las familias viven de los dólares que les llegan de Estados Unidos y de las ganancias que nos deja el turismo de Semana Santa.

Nuestra representación del Viacrucis ha sobrevivido a etapas muy duras. Cuando a nuestros muchachos no les quedó más remedio que irse al norte, se volvió difícil encontrar a alguien capaz de hacer el papel de Jesucristo, Pilatos y los apóstoles. Gracias a Dios siempre hubo mujeres dispuestas a pegarse bigotes y barbas con tal de que en el escenario no faltara ningún personaje.

El mayor problema era Judas: ni muchachas ni ancianas aceptaban disfrazarse del traidor. Lo sustituimos por un muñeco de trapo. Yo, fuera de escena, decía los parlamentos. El arreglo funcionó bien pero encontramos la solución definitiva a partir de que mi primo Melquiades actuó como Judas. Desde entonces nuestra escenificación se convirtió en la más célebre y frecuentada de estos rumbos.

I

Melquiades llegó por accidente al cuadro de actores. Una tarde, cuando salía para el ensayo, se presentó en mi casa Angela Venegas para pedirme prestado mi corral. "Aún no acaban la cerca del mío y si dejo allí a mi toro, segurito me lo roban". Por mí encantado, pero temía que el animalazo pudiera hacerle daño a mi primo. Angela resolvió el problema: "Amárrele bien sus manitas al niño y lléveselo al ensayo. El pobre nunca sale, puede que le haga bien estar con otras personas". Me pareció buena idea. Siempre ensayábamos en la casa de Fausto, el organizador de los festejos, porque tenía patio y huerta. Cuando Fausto me vio llegar con mi primo me aconsejó que lo instalara en el rinconcito donde poníamos el vestuario y el Judas de trapo: "Allí no molesta a nadie y estará seguro". Le desaté las manos a Melquiades y le ordené no moverse. Entré en la casa, tomé el libreto y me puse a repasar los parlamentos para la Ultima Cena.

De repente oí risas y me asomé por la ventana: los actores miraban hacia el árbol del que se cuelga el traidor. Tuve un presentimiento y salí corriendo. Me espanté al ver a Melquiades balanceándose de la rama con el Judas en la otra mano.

Con muchos trabajos logré bajarlo. Fue más difícil convencerlo de que me devolviera el títere: "Dámelo: está feo, es malo. El sábado vamos a quemarlo junto con los otros juditas de cartón".

Melquiades me obedeció pero se la pasó llorando durante todo el ensayo.

Cuando terminamos, Fausto se me acercó: "ƑQué te parecería que Melquiades hiciera el papel de Judas? Para él será como un juego. Es un inocente, no sabe de traiciones ni nada". Pensé que bromeaba: "De ninguna manera: no puede hablar".

A Ligia, que representaba a Magdalena, se le ocurrió: "Que Melquiades aparezca y tú hablas por él, como lo haces con el títere". Le contesté: "No. Mi primo es muy nervioso. Quién sabe cómo se pondrá al ver el gentío y los caballos". Fausto volvió a la cargada: "Pero como siempre estarás junto a él, se sentirá tranquilo".

Pánfilo Ortuño, elegido para hacer el papel de Jesucristo, me tocó el hombro: "Aunque nunca te has quejado, Melquiades representa una carga muy fuerte para ti. Por menos que sean, tiene sus gastos". Como si se hubieran puesto de acuerdo, Fausto sacó un billete: "Por su enfermedad, tu primo no puede trabajar. Déjalo que se gane unos centavos haciéndola de Judas".

II

A partir de aquel año mi primo fue la gran figura en nuestra representación del Viacrucis. Todo el mundo se impresionó con sus gritos y gesticulaciones. Ligia confesó que se le había puesto chinita la piel cuando vio al niño colgando del árbol. Al final los turistas le pagaban por tomarle fotos.

Guardamos la escenografía y el vestuario, las calles se vaciaron de visitantes. Muchos fueron a descansar en el hotel Jobita y las recámaras que las mujeres alquilaban como cuartos de huéspedes.

Cuando terminamos de empacar todo me acerqué a Melquiades: "Es tarde. Debes tener sueño. Vámonos". Mi primo agarró el Judas de trapo y se aferró a él. Le ordené ponerlo en su lugar. En vez de obedecerme, como siempre lo hacía, se enfureció. Iba a castigarlo pero Fausto me lo impidió. "No seas así: deja que se lleve el títere. De todas maneras íbamos a quemarlo". Me miró el bolsillo repleto de monedas: "Además, te dio mucho a ganar: lo menos que puedes hacer es darle gusto".

Tomé el lazo para llevarme a Melquiades con las manos atadas, y él me ofreció el cuello. Me reí: "šTonto! Ya se acabó la representación. Nos vamos a la casa". Yo iba adelante. En todo el camino oí cuchicheos y risas de mi primo. Supuse que conversaba con el títere. Sentí alivio al ver la casa. Melquiades, en cambio, chilló como un perro apaleado. Los vecinos tuvieron que ayudarme para poder meterlo en su cuarto.

Era enorme. Antes había sido caballeriza. Alojé allí a Melquiades la noche en que, recién llegado a vivir conmigo, tuvo su primer ataque de locura. En el hospicio adonde fui a recogerlo nadie me advirtió qué hacer en esos casos. Lo único que se me ocurrió fue atarlo a una de las argollas clavadas en la pared. A la mañana siguiente, cuando se le pasó la crisis, intenté mudarlo junto a mí pero él se resistió al cambio.

Durante seis años Melquiades rara vez salió de la caballeriza y nunca fue más allá del corral. Sólo rebasó esos límites la tarde en que Angela me lo pidió prestado. De no ser así, mi primo no se habría convertido en actor y tal vez aún estuviera con vida.

III

Nadie que haya visto mis bolsillos repletos con el dinero que los turistas le pagaban a Melquiades creerá que la Semana Santa llegó a significar para mí un tormento. Yo mismo no logro entenderlo, ni siquiera porque me paso las horas tratando de explicármelo.

Todo empezó aquel Viernes Santo en que volvimos con el Judas de trapo. Melquiades corrió a su caballeriza y se tiró en la cama abrazado del títere. Por la mañana, cuando fui a llamarlo para el desayuno, encontré al muñeco colgado de una argolla. Como era inútil pedirle a mi primo que se olvidara de la representación, lo dejé hacer su capricho. Con el tiempo, la escena del muñeco ahorcado acabó por parecerme normal.

Llegó otra vez la época de ensayar el Viacrucis. Antes de salir hacia la casa de Fausto vi que Melquiades desataba el muñeco. No dije nada. Me callé también cuando al regresar mi primo tomó el títere y lo sometió a su absurda tortura.

Vivimos la misma escena durante nueve años.

En todo ese tiempo Melquiades fue perfeccionando su personaje. Mis parlamentos perdieron importancia ante las expresiones conmovedoras, tiernas, pavorosas de mi primo. El esfuerzo lo agotaba cada vez más.

El año pasado, al regresar a la casa la noche del Viernes Santo, noté que Melquiades no tenía fuerza para devolver el títere a su cautiverio. Me sentí feliz, como si yo fuese el liberado. Sin embargo, tuve sueños horribles. Me levanté muy temprano. Llamé a mi primo y como no me respondió, entré en su cuarto. A nadie le he dicho lo que vi: el Judas de trapo en la cama; Melquiades, con la soga al cuello, colgado de una aldaba.

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