Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 7 de julio de 2002
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Contra

MAR DE HISTORIAS

El niño perdido

CRISTINA PACHECO

Después de la búsqueda vino la espera. Ignorábamos cuánto iba a prolongarse esta vez. Tomamos medidas especiales: quedó prohibido usar el teléfono por si alguien tenía noticias de mi hermano Felipe. Cada tarde Marisa, Jaime y Claudio iban a los comercios donde estaban pegados los volantes con el retrato y las señas particulares de Felipe.

A mí me tocó quedarme en casa acompañando a mamá. Leopoldo, mi padrastro, temía que ella pudiera cometer una locura llevada por la desesperación de la nueva pérdida. A todas horas mi madre interrumpía lo que estuviera haciendo y nos preguntaba: "ƑQué hice yo para merecer este tormento? ƑPor qué vuelve a castigarme Dios?" Leopoldo rehuía contestar y nosotros nos mirábamos, apenados de su tortura, e incapaces de confesarle nuestros verdaderos pensamientos.

En el día se aligeraba la tensión de la espera con la visita de algún vecino solidario o familiares recién enterados de la nueva tragedia. Para no despertar falsas expectativas a mi madre, Leopoldo llamaba por teléfono a las dos y a las cinco. Mi mamá siempre le respondía lo mismo: "No, nadie sabe nada y yo me estoy volviendo loca pensando cómo estará mi niño".

Se diseñó una estrategia especial para las noches. Mientras unos descansaban los otros permanecían de guardia junto al teléfono y frente a la puerta entornada. Antes de irse a la cama Leopoldo, a petición de mamá, salía para hacer un rondín con la esperanza de tropezar con Felipe en alguna calle donde circulaban rumores.

"Para mí que tu hermano se fue por su gusto", me dijo un día la pescadera mientras las escamas salpicaban su malicia. "A lo mejor los que la otra vez se lo robaron, temerosos de que los reconociera y denunciara, volvieron por Felipe. ƑPara qué? Para nada bueno", llegó a comentarme el vendedor de periódicos expertos en nota roja y pornografía. Ana, la portera, convenció a mi madre de que todo era obra del Maligno. Y un sábado, entre balbuceos y estremecimientos, se dedicó a exorcizar nuestras habitaciones agitando ramas de pirú humedecidas en un líquido repugnante.

En la casa sólo mi madre preguntaba el porqué de la nueva tragedia. Los demás permanecíamos callados, siempre temerosos de que, como tres años antes, apareciera Felipe en la puerta de la casa. Nunca olvidaré aquella tarde: la dicha de verlo nos dejó inmóviles. Mi madre lanzó un grito desesperado y con los brazos abiertos fue al encuentro de mi hermano. Lo estrechó con todas sus fuerzas, como si quisiera devolverlo a su vientre, mientras lo avasallaba con preguntas: "ƑEstás bien? ƑTe dieron de comer? ƑTuviste frío? Dime, mi amor, Ƒqué te hicieron?" Mi hermano sonreía sin responder.

Ante su silencio mi madre se echó a llorar. Felipe se extrañó: "ƑPor qué llora si ya estoy aquí?" Mi padrastro le respondió: "Compréndela. Te adora y la enloquecía no saber dónde estabas". Claudio habló como adulto: "Te buscamos hasta en los hospitales". Marisa resplandeció de orgullo: "Llevamos tu retrato a la tele". Mamá seguía llorando. Leopoldo le dijo que no fuera tonta y disfrutara de su felicidad. Ella contestó: "Ha sido tan duro... No puedo olvidar".

II

Se refería a la mañana en que Felipe desapareció. Era el primer domingo de vacaciones. Nos levantamos muy temprano, entusiasmados de que Leopoldo fuera a llevarnos, en la camioneta de la herrería, a un balneario en Hidalgo. Contenta, mientras preparaba las tortas, mamá nos leyó la cartilla: "ni crean que se las van a comer en el camino, y cuando lleguemos allá, nada de estar conque cómprame esto y cómprame lo otro". Leopoldo nos guiñó el ojo, comprometiéndose a disminuir tanto rigor, y salió a revisar la camioneta. Claudio y Marisa elegían las cintas para la grabadora. Mamá volvió a amenazarnos con que "si la perdíamos..." y me ordenó que descolgara la ropa tendida "por si llueve". Al fin subimos a la camioneta: mamá adelante con Leopoldo.

Mis hermanos y yo íbamos a acomodarnos en la parte de atrás cuando advertimos la ausencia de Felipe. Creíamos que había regresado al baño. Leopoldo se prendió al claxon hasta que decidió ir a buscarlo. Estuvo en la casa unos minutos y salió desconcertado: "No está. ƑLo mandaste a la tienda?", le preguntó a mi madre. Ella bajó de la camioneta y se nos acercó: "ƑLes dijo adónde iba?" Negamos también. Claudio se ofreció a ver en los videojuegos. Felipe tampoco estaba allí.

Los niños del vecindario, que habían observado a distancia los preparativos para nuestra excursión, se aproximaron: ninguno había visto a Felipe. Socorro, con su hijito en brazos, también acudió y procuró tranquilizar a mi madre: "Cálmese, verá que ahorita aparece". Lo mismo dijeron otros vecinos.

El grupo que se formó en derredor de la camioneta atrajo a más curiosos. Mi mamá les preguntaba por Felipe y se los describía. Hizo lo mismo cuando, a las cuatro de la tarde, llegamos a la delegación: "Tiene siete años, es alto, delgado, con el pelo chino y un lunarcito rojo en la cara". El empleado, furioso por cubrir el turno dominical, le exigió precisión: "ƑCuánto mide? ƑDónde tiene el lunar exactamente? Con esos datos tan vagos será difícil..."

Mi mamá se disculpó, dijo que estaba muy nerviosa. Una secretaria de cabello rojo le preguntó amable: "Señora: Ƒtiene algún retrato?" "El de su credencial de la escuela, pero está en la casa". Leopoldo se ofreció a traerlo. Poco a poco la oficina fue llenándose de borrachos consignados y denunciantes de agresiones o robos. Un grupo de mujeres rodeaba a otra que, entre gemidos, repetía: "No es posible. Mi muchacho salió contento y manejaba muy bien. Entonces Ƒpor qué?..."

El horror que estaba viviendo la desconocida hizo que olvidáramos el nuestro. Mi madre susurró: "Ahora sólo tendrá el consuelo de saber dónde enterrará a su hijo". Con eso recuperó la conciencia de su tragedia. Unió las manos e imploró: "Dios mío, hazme el milagro: devuélveme a mi niño como esté".

III

Cuatro meses después Felipe reapareció tan misteriosamente como se había esfumado. Mi madre consideró que todo era un milagro de Dios.

Empezó a tratar a mi hermano como un elegido de la divinidad. No se atrevía a darle órdenes y le hablaba en voz baja, como si estuviera rezándole. Felipe se negaba a jugar con nosotros o nos exigía que lo hiciéramos según su antojo; pasaba horas frente al espejo, murmurando. En la mesa rechazaba la comida con gestos de asco y muchas veces se tapaba la nariz y decía: "Esta casa huele horrible". A veces, harto de protestar se tiraba en el suelo, con las piernas y los brazos abiertos, repitiendo frases incoherentes.

Leopoldo empezó a quedarse hasta muy tarde en la herrería. Por la noche, al cabo de un rato en la casa, con el pretexto de algún trabajo extra se iba sin besar a mamá y sin despedirse.

Nuestra relación con Felipe también se alteró. Marisa me confesó que le temía: "Está raro". Claudio le guardaba rencor: "A ese pendejo, nomás porque se perdió, le dan y le permiten todo". Jaime, que siempre había dormido con Felipe, durante su ausencia se desacostumbró a compartir con él la cama, y ahora protestaba.

El alejamiento de mi madre con Leopoldo se agravó cuando ella decidió, para evitar los pleitos con Claudio, alojar en su cama a Felipe. Al cabo de unos días mi padrastro se fue a dormir en el sillón de la sala. Luego empezaron sus discusiones con mi madre y un día amenazó con irse. Estaba harto de que mamá sólo tuviera ojos para Felipe: "Ya se te olvidó que tienes otros hijos, que me tienes a mí". Ella aludió a la necesidad de restañar en Felipe los daños causados por el posible secuestro.

Las vacaciones terminaron. Regresar a la escuela nos alivió pero nuestra vida en casa ya no fue la misma. Al cabo de tres años Felipe volvió a desaparecer. Reemprendimos la búsqueda. Mi madre imploró otra vez el auxilio divino. Mis hermanos, Leopoldo y yo también rezamos. Dios oyó nuestras plegarias: Felipe jamás volvió.

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