Ilán Semo
Nacionalismo de cartón: los hechos y los derechos
Un repaso incluso elemental del nacionalismo en México a partir de los años cuarenta mostraría una historia de contradicciones circulares, destinos falibles y retóricas manifiestas. La elite política, social y, después, económica que edificó el Estado corporativo hizo del nacionalismo una práctica doble: de un lado una fuente inagotable de negocios, fortunas, corrupción y las formas más inimaginables de acumulación primitiva como facilitadora de la inversión extranjera; del otro, una retórica de la autonomía, la independencia y la soberanía, apuntalada en gestos y actitudes diplomáticas en los que apenas se podía reconocer la fantástica y olvidada herencia de la diplomacia revolucionaria de los años treinta. Eran gestos y actitudes esencialmente de abstención: más que hacer política internacional, el Estado se abstuvo de hacer política internacional. Cierto, en un sistema desgarrado por la bipolaridad mundial, la abstención era frecuentemente un signo de dignidad.
A lo largo de medio siglo esa doble práctica revela la existencia de un poder propio: la economía de Estado. Visto desde la perspectiva de la historia que va de 1940 a 1988, es decir, la era corporativa del siglo XX mexicano, la "rectoría" del Estado sobre la economía nunca se tradujo en un régimen social y asistencial que beneficiara a las mayorías del país. Por el contrario, fue un instrumento de demarcación y polarización social, de formas de acumulación súbitas y, sobre todo, un hinterland económico de la expansión de los consorcios internacionales. En México, el Estado corporativo nunca fue un Estado asistencial.
A partir de 1989, Carlos Salinas de Gortari produjo un giro radical. En tan sólo tres años, se deshizo de los gestos diplomáticos y la retórica de ese nacionalismo, y también de su sustento económico principal: la economía de Estado. El salinismo se revela como el mayor testimonio de la incapacidad de la elite priísta para adecuar su hegemonía a los difíciles tiempos de la globalización. Salinas pasó del nacionalismo de los años setenta a la renuncia a colocar la soberanía en el centro de la política del Estado. Es obvio que sólo una reflexión profunda sobre la noción de soberanía podía responder a los retos impuestos por los nuevos tiempos globales. Pero ese ejercicio ni siquiera se intentó.
Entre la defensa del interés nacional y el apuntalamiento de su propia sobrevivencia, el PRI siempre eligió el segundo. La crisis de 1995 en México, una crisis de las proporciones de la catástrofe argentina, cuyo origen se remonta a las tasas de remate que ofreció la administración salinista en 1994 a las inversiones extranjeras, fondos con los cuales se financió en gran medida la campaña electoral de Ernesto Zedillo, recuerda cruelmente este hecho. Pero tampoco se intentó por la mayor parte de la izquierda, que encontró en el desgastado y agotado nacionalismo de los setenta su peor muro de los lamentos.
En el rubro de las relaciones entre México y Estados Unidos, la continuidad entre el salinismo y el foxismo no resulta asombrosa. Ambos comparten la idea de que el proceso de integración de las economías y las sociedades de Canadá, México y Estados Unidos es un proceso de subordinación al más fuerte y no una oportunidad para constituir una nueva comunidad entre las tres naciones. Una comunidad sustentada en instituciones para constituir una nueva comunidad entre las tres naciones. Una comunidad sustentada en instituciones y prácticas efectivamente trinacionales.
Puede sonar a utopía. Pero algún día tendrán que existir instituciones comunes, tribunales compartidos, derecho al tránsito libre no sólo de mercancías sino de trabajadores y de individuos, leyes laborales comunes, castigo a quienes violen los derechos humanos en todo el territorio de América del Norte. Es inútil por supuesto pedírselo a Fox. Para ello se necesitaría no la mentalidad del administrador de una filial sino el arrojo del estadista, de quien se sabe portador de intereses nacionales.
Sí resulta asombroso, y deplorable, que la crítica a esta suerte de sucursalismo foxista no sepa o no pueda más que tocar las campanitas nostálgicas de ese nacionalismo de cartón cuyo numerito final acabó en el histrionismo y el patetismo del último trienio de Carlos Salinas de Gortari.