En esta ocasión el escenario, hace 30 años, fue un salón de clase en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, durante el primer semestre de 1996 (en realidad, segunda parte del año 1995); 47 estudiantes de primer ingreso a licenciatura integraban el grupo matutino 12, en la asignatura Taller de Redacción e Investigación, obligatoria para todas la especialidades que se cursaban en aquel momento en la facultad, dentro del entonces célebre “tronco común”.
Las y los 47 jóvenes iniciaron y terminaron el curso sentados en incómodos pupitres unipersonales, rígidamente atornillados al piso, sin poder darse la cara, cada quien viendo la espalda del de delante y dando la espalda al de atrás. Intentamos cambio de salón sin éxito. Tomamos un primer acuerdo grupal: dividir el grupo en dos secciones, la de la clase de los martes y la de los jueves.
Con poco más de 20 participantes por sección se haría más llevadero el trabajo, nos podríamos conocer mejor, cuando menos por nuestro nombre. A la edad de 46 años, fue la única ocasión en que me tocó trabajar esa asignatura, prácticamente me hice cargo de ella como emergente, de manera novedosa. Me limitaré a decir algo del desempeño en el rubro de la redacción.
Redactar, importante palabra que nos llevó pronto al ejercicio de escribir, con las dificultades propias que esa actividad representa para el común de los estudiantes (ortografía, sintaxis, etcétera). Lo fundamental era llegar con el estudiantado a la redacción de asuntos vivos que le prendieran, de textos libres amigables, sin rigidez; con procedimientos al alcance que se nos fueron ocurriendo al paso de las sesiones. Alguien propuso redactar un párrafo entre todos en el pizarrón (todavía era de aquellos verdes y la escritura se hizo con gis). Apenas alcanzaron las dos horas de clase para dejar un párrafo entendible, al gusto de todos.
Otra propuesta que recuerdo consistió en “redactar sin escribir”, redactar de viva voz; la experiencia fue interesante, pero al final no pudimos prescindir del papel y el lápiz, comprendimos su importancia. Un día, alguien tuvo la ocurrencia de decir que extrañaba a los integrantes de la otra sección. Aproveché para invitar a escribir y hacer llegar cartas a los otros, quienes fueron contagiados y se sumaron a participar de la actividad. Cartas colectivas, primero, e individuales después; tan libres como responsables, nada de anonimatos. Cada quien tuvo su corresponsal. Aquello fue emocionante. Cuando menos nació un noviazgo.
En ese proceso estábamos, muy avanzado el semestre, cuando ocurrió una de las vivencias más importantes en aquel inolvidable curso. Formaba parte de una de las secciones un estudiante muy especial, desafortunadamente no logro identificarlo en la lista por su nombre ni recuerdo su rostro. Se sentaba siempre en la parte posterior del salón, en la esquina izquierda.
Era un chico muy apático que jamás participaba en los ejercicios, aunque nunca faltaba a la sesiones. Yo, a la expectativa. Un buen día, de esos verdaderamente luminosos, aconteció lo siguiente, tal como lo recuerdo. De repente, con sorpresa, vi que el joven levantó la mano. Pidió la palabra, dijo algo parecido a esto: “profesor, ¿puedo decir algo?, necesito hacerlo”. “Por supuesto, prosigue, te escuchamos”, expresé con curiosidad.
Y se explayó con soltura: “seguramente se han dado cuenta de mi indiferencia por lo sucedido en la clase durante lo que va del curso…, pero es que ayer me di cuenta de esto: hace unos meses llegué a la facultad a estudiar la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, venía del CCH, ya no era un adolescente, me sentía grande. De repente, me enteré de que seguiría recibiendo un trato de menor de edad, junto con mis compañeros: a todos nos metieron al tronco común y a estudiar nuevamente algo que yo ya había aprobado en el curso del CCH. ¡Otra vez a escribir!, y me trabé desde el primer momento. El resultado, hasta ahora, está a la vista de todos”.
Y todos, atentos, escuchábamos al compañero aquel, quien prosiguió: “En estos últimos días he estado dando vueltas al asunto, pensando mucho en el porqué de mi resistencia a escribir. Y ya tengo la respuesta, ya me cayó el 20, profe. Resulta que, desde pequeño, en la escuela he tenido problemas con la escritura. ‘Escribe 50 veces esta palabra para que corrijas la ortografía’. ‘Repite 100 veces debo portarme bien’. ‘Escribe cinco planas hasta que te vayas derechito en los renglones’. ‘Repite la plana porque tienes la letra muy fea, inentendible’, etcétera. Y yo escribe y requeteescribe, en automático, sin sentido. Ahora me doy cuenta de que para mí la escritura ha sido un castigo, una verdadera tortura. Ya en la facultad, me enteré de la obligatoriedad de la materia de redacción, llegué al salón y la encomienda fue escribir. Me resistí: ¿por qué escribir por obligación, por qué me castigan, si no me he portado mal o algo parecido?”
Así dio término la valiosa reflexión de aquel joven. El recorrido que hizo con su pensamiento debió haber sido doloroso, pero muy enriquecedor y equivalente al “tanteo”, propuesto por Freinet, hecho en cada momento durante la escolaridad. Y la importante enseñanza irrepetible que obtuve forma parte, sin duda, de mis tanteos en el camino como profesor. Podría decirse que se trata de mis tanteos para entender con asombro lo que cada día sucede en la sala de clase.
A todo esto, por si alguno de los lectores de estas rayas se preguntara ¿y qué con la calificación de ese joven?, terminaré diciendo: ¡no me hice profesor para juzgar a los estudiantes, sino para procurar su liberación!
¡Elevemos la mirada de la educación!
*Profesor en la UNAM