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Domesticar la magia: la economía moral de las medicinas

Personal de salud revisa diversos medicamentos en imagen de archivo. Foto
Personal de salud revisa diversos medicamentos en imagen de archivo. Foto Marco Peláez
10 de octubre de 2025 00:02

En 1797, Goethe escribió El aprendiz de brujo. En el poema, un joven hechicero ordena a su escoba traer agua y llenar una vasija. La escoba obedece, pero pronto desborda el cántaro, inunda la casa y, cuando el aprendiz intenta detenerla, no sabe cómo. La magia se le vuelve en contra.

Esa historia se repite hoy en el mundo de los medicamentos.

Las moléculas que ayer parecían milagrosas hoy se multiplican, se perfeccionan y se encarecen. La industria farmacéutica, aprendiz de brujo moderna, logró que sus fórmulas curen más y prolonguen la vida, aunque también nos han vuelto dependientes. Cada nuevo éxito terapéutico abre la puerta a una necesidad permanente: un medicamento que salva una vida hoy puede volverla rehén de su precio mañana.

Los sistemas y servicios de salud, orgullosos de su eficacia, terminan pagando el costo de su logro. Cuanto más avanzan en ofrecer tratamientos eficaces, más crece la dependencia tecnológica y más se tensan los presupuestos públicos. La medicina, que nació como ciencia para liberar del dolor, parece prisionera de su propio conjuro, un progreso que cura, pero multiplica los costos hasta lo imposible.

La salud se ha convertido en el mercado con mayores incentivos a la innovación. Los retornos son tan altos que cada nueva molécula se vuelve una mina de oro. La demanda, en cambio, es inelástica porque de esos medicamentos depende la vida misma. La evidencia más extrema es la del onasemnogene abeparvovec (Zolgensma), cuyo precio por una sola dosis equivale al de 35 kilos de oro.

En México, entre 1999 y 2017, los precios de los medicamentos crecieron más del doble que la inflación general. Mientras el índice de precios al consumidor aumentó 225 por ciento, los medicamentos lo hicieron 409 por ciento. Detrás de esa curva se esconde una política: la desregulación del mercado farmacéutico.

El retiro de los controles públicos de precios y la fragmentación de las compras detonaron un proceso inflacionario que afecta tanto al sistema de salud como al bolsillo de las familias.

Pero, a diferencia del aprendiz de Goethe, México ha decidido no dejarse arrastrar por la escoba. 

El gobierno impulsa tres soluciones concretas para domesticar la magia desbordada de los medicamentos: seleccionar mejor, comprar mejor y usar mejor.

Fortalecer la selección racional de medicamentos no es sólo una precaución económica, sino una decisión clínica. Se trata de garantizar que cada paciente reciba el medicamento más eficaz y seguro, aplicando el principio de Pareto, que propone concentrar el esfuerzo en el grupo reducido de fármacos capaces de cubrir la mayoría de las necesidades terapéuticas. Con base en el Pronam de la Secretaría de Salud, se ha construido un catálogo esencial que orienta la prescripción racional.

El control de la inflación farmacéutica comienza con la evaluación de tecnologías sanitarias. Hay medicamentos que, incluso regalados, resultan caros. Los desafíos no son sólo técnicos; también políticos. Lo ideal sería evaluar antes de incorporar, para definir qué usar y a qué precio. Sin embargo, una vez que un producto entra al mercado, el aparato comercial y jurídico del oferente se encarga de que alguien –el Estado, el seguro o el paciente– termine pagándolo. En más de un país, los jueces acaban dictando recetas desde los tribunales y practicando una medicina involuntaria.

La segunda línea de acción es comprar mejor. La eficiencia en la compra pública consiste en adquirir los medicamentos correctos al menor costo posible, en el momento oportuno y con calidad garantizada.

El sector salud avanza en compras consolidadas que generan economías de escala y reducen el poder de los monopolios. Cuando hay mayor competencia y coordinación entre instituciones, los precios bajan y la disponibilidad aumenta. Cada peso ahorrado en una licitación eficiente se convierte en más tratamientos gratuitos para las personas.

El tercer eje es usar mejor lo que ya tenemos. La utilización se divide en tres momentos: prescripción, dispensación y consumo. Y el primero –la mano del médico– es el que más determina el gasto. Se ha comenzado a sistematizar y retroalimentar la información de las recetas para identificar patrones, detectar excesos y promover el uso racional. No se trata de limitar, sino de cuidar. Cada receta bien indicada evita el desperdicio y refuerza el sentido público de la medicina.

A diferencia del aprendiz de Goethe, México ha decidido escribir su propio conjuro, el de la racionalidad sanitaria y la cooperación pública. Fortalecer la selección, hacer más eficiente la compra y optimizar la utilización no son actos administrativos, sino una reforma ética que devuelve la salud al ámbito del bien común.

El reto no es abolir la magia de la ciencia, sino domesticarla. Que el progreso cure, sí. Pero sin que, como en el poema, termine por inundar la casa.

*Director general del IMSS-Bienestar

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