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2021-09-14 19:36

La doctrina de Washington: “sólo importamos nosotros”, dice Chomsky

Noam Chomsky en imagen de archivo. Foto Carlos Ramos Mamahua

Nueva York. Han pasado 20 años desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Con casi 3 mil muertos, fue el ataque más letal de la historia en suelo estadunidense y produjo dramáticas ramificaciones para los asuntos mundiales, así como alarmantes impactos en la sociedad del país. Quiero empezar por pedirle una reflexión sobre la supuesta reforma de la política exterior estadunidense en tiempos de George W Bush, como parte de la reacción de su gobierno al ascenso de Bin Laden y el fenómeno yihadista. En primer lugar, ¿había algo nuevo en la Doctrina Bush, o fue simplemente una codificación de lo que ya habíamos visto en la década de 1990 en Irak, Bosnia y Kosovo? En segundo, ¿la invasión de Afganistán encabezada por EU y la OTAN se ajustó al derecho internacional? Y en tercero, ¿Estados Unidos estuvo alguna vez comprometido con la construcción de una nación en Afganistán?

La reacción inmediata de Washington al 11-S fue invadir Afganistán. El retiro de tropas de tierra de ese país se programó para coincidir (virtualmente) con el 20 aniversario de la invasión. Ha habido una avalancha de comentarios sobre el aniversario del 11-S y la terminación de la guerra en el terreno. Es muy esclarecedor y significativo. Revela cómo la clase política percibe el curso de los acontecimientos, y nos aporta un trasfondo útil para considerar las cuestiones sustanciales de la Doctrina Bush. También ofrece alguna indicación sobre lo que probablemente venga después.

De la mayor importancia en este momento histórico serán las reflexiones sobre “el decididor”, como a él gustaba nombrarse. Y, de hecho, hubo una entrevista con George W. Bush cuando el retiro llegó a la etapa final, en el Washington Post, en la sección Estilo.

El artículo y la entrevista nos presentan a un amable abuelo bobalicón disfrutando del chacoteo con sus hijos, admirando los retratos que ha pintado de los grandes hombres que conoció en sus días de gloria. Hubo un comentario pasajero sobre sus hazañas en Afganistán y el episodio siguiente en Irak:

“Puede que Bush haya empezado la guerra de Irak sobre excusas falsas, pero por lo menos no inspiró una insurrección que convirtió el Capitolio de Estados Unidos en una zona de combate. Por lo menos hizo esfuerzos por distanciarse de los racistas y xenófobos de su partido, en vez de cultivar su apoyo. Al menos no llegó al extremo de llamar ‘malignos’ a sus adversarios domésticos. ‘Parece el Babe Ruth de los presidentes cuando se le compara con Trump’, dijo en una entrevista el senador demócrata por Nevada y ex líder de la mayoría en el Senado Harry M. Reid, en un tiempo némesis de Bush. ‘Ahora recuerdo a Bush con cierto grado de nostalgia, con cierto afecto, cosa que nunca creí que llegaría a ocurrir’”.

Muy abajo en la lista, merecedora de apenas una alusión incidental, está la matanza de cientos de miles, muchos millones de refugiados, extensa destrucción, un régimen de espantosas torturas, incitación de conflictos étnicos que desgarraron toda la nación y, como legado directo, dos de los países más empobrecidos de la Tierra.

Primero lo primero. No habló mal de otros estadunidenses

La sola entrevista con Bush capta bien la esencia del torrente de comentarios. Lo que importa somos nosotros. Hay muchos lamentos sobre el costo de estas aventuras: el costo para nosotros, es decir, que “ha rebasado 8 billones de dólares, según nuevas estimaciones del proyecto Costo de la Guerra de la Universidad Brown”, junto con vidas estadunidenses perdidas y alteración de nuestra frágil sociedad.

La próxima vez debemos tener más cuidado al evaluar los costos, y hacerlo mejor.

También ha habido bien justificados lamentos sobre el destino de las mujeres bajo el dominio del Talibán. En ocasiones los lamentos sin duda son sinceros, aunque surge una pregunta natural: por qué no se expresaron hace 30 años, cuando los favoritos de Estados Unidos, armados y sostenidos con entusiasmo por Washington, aterraban a las jóvenes de Kabul que no llevaban la vestimenta apropiada, lanzándoles ácido a la cara y cometiendo otros abusos.

Los avances en cuanto a derechos de las mujeres en las ciudades controladas por Rusia a finales de la década de 1980, y las amenazas que enfrentaron de las fuerzas islamitas radicales movilizadas por la CIA, fueron reportados en ese tiempo por Rasil Basu, distinguida feminista internacional que era representante de la ONU en Afganistán en esos años.

Basu reporta: “durante la ocupación (rusa), de hecho, las mujeres dieron pasos enormes: el analfabetismo disminuyó de 98 a 75 por ciento, y se les reconocieron derechos iguales a los hombres en las leyes civiles y en la Constitución. No quiere decir que hubiera completa igualdad de géneros. En los lugares de trabajo y las familias prevalecían relaciones patriarcales injustas; las mujeres ocupaban trabajos de bajo nivel, relacionados con su sexo. Pero los pasos que dieron en educación y empleo fueron muy impresionantes”.

Basu propuso artículos sobre estos temas a los principales diarios estadunidenses, así como a la revista feminista Ms. Magazine. Ninguno los admitió. Sin embargo, pudo publicar su informe en Asia: Asian Age, 3/12/2001.

Podemos aprender más sobre cómo los afganos en Kabul perciben los últimos tres años de la ocupación rusa y, lo que vino después, de otra fuente experta, Rodric Braithwaite, embajador británico en Moscú de 1988 a 1992 y entonces presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, también autor de la obra académica más importante sobre los soviéticos en Afganistán.

Braithwaite visitó Kabul en 2008 y reportó sus hallazgos en el Financial Times de Londres: “en Afganistán hoy en día, se crean nuevos mitos, en los que la política occidental actual sale mal librada. En una visita reciente hablé con periodistas afganos, ex muyahidines, profesionales, personas que trabajan para la ‘coalición’… que naturalmente apoyan sus afirmaciones de que ha traído paz y reconstrucción. Expresan desprecio por el presidente Hamid Karzai (impuesto por Estados Unidos), a quien comparan con Shah Shujah, el títere británico instalado durante la primera guerra afgana. La mayoría prefería a Mohammad Najibullah, el último presidente comunista, quien intentó reconciliar a la nación dentro de un Estado islámico y fue masacrado por el Talibán en 1996: en las calles se venden devedés de sus discursos. Se afirma que las cosas iban mejor con los soviéticos: Kabul era una ciudad segura, las mujeres tenían empleo, los soviéticos construyeron fábricas, caminos, escuelas y hospitales, combatían con valentía en el terreno como verdaderos guerreros, en vez de matar mujeres y niños desde el aire. Ni siquiera los talibanes eran tan malos: eran buenos musulmanes, mantenían el orden y respetaban a las mujeres a su manera. Puede que esos mitos no reflejen la realidad histórica, pero sí dan cuenta de un profundo desencanto con la ‘coalición’ y sus políticas”.

Las políticas de la “coalición” fueron reveladas en la nota del corresponsal del New York Times Tim Weiner sobre la CIA. El objetivo era “matar soldados soviéticos”, declaró el jefe de estación de la agencia en Islamabad, dejando en claro que “la misión no era liberar Afganistán”.

Su entendimiento de las políticas que se le ordenó ejecutar está en total sintonía con los alardes de Zbigniew Brzezinski, consejero nacional de Seguridad del presidente James Carter, con respecto a su decisión de apoyar a los yihadistas radicales en 1979 para atraer a los rusos a Afganistán, y su placer sobre el resultado después de que cientos de miles de afganos murieron y gran parte del país fue devastada: “¿Qué es más importante en la historia mundial? ¿El Talibán o el colapso del imperio soviético? ¿Algunos musulmanes agitados o la liberación de Europa central y el fin de la guerra fría?”.

Observadores informados reconocieron pronto que los invasores rusos estaban ansiosos de retirarse sin dilación. El estudio de los archivos rusos realizado por el historiador David Gibbs resuelve cualquier duda al respecto. Pero era mucho más útil para Washington lanzar ardientes proclamas acerca de los terribles propósitos expansionistas de Rusia, que obligaban a Estados Unidos, para defenderse, a expandir, en gran medida, su propio dominio en la región, por medio de la violencia si era necesario (la Doctrina Carter, precursora de la Doctrina Bush).

El retiro de los rusos dejó un gobierno relativamente popular encabezado por Najibullah, con un ejército funcional que fue capaz de sostenerse durante varios años, hasta que los islamitas radicales apoyados por Estados Unidos tomaron el poder e instituyeron un reinado de terror tan extremo, que los talibanes fueron bien recibidos cuando invadieron e impusieron su propio régimen de mano dura. Se mantuvieron en términos aceptables con Washington hasta el 11-S.

Volviendo al presente, en verdad debemos preocuparnos por el destino de las mujeres y con el retorno del Talibán al poder. Para quienes tienen un interés sincero por diseñar políticas que puedan beneficiarlos, no viene mal un poco de memoria histórica.

El Talibán ha prometido no albergar terroristas, pero ¿cómo creerles, advierten comentaristas, cuando esta promesa viene aparejada con la escandalosa afirmación de su vocero Zabihullah Mujahid de que “no hay pruebas” de que Bin Laden fuera responsable de los ataques del 11-S?

Hay un problema con el ridículo general que ha causado esta chocante afirmación. Lo que Mujahid dijo en verdad fue preciso y mucho más digno de atención. En sus palabras, “cuando Osama Bin Laden se volvió importante para Estados Unidos, estaba en Afganistán. Aunque no había prueba de que estuviera involucrado” en el 11-S.

Veamos. En junio de 2002, ocho meses después del 11-S, el entonces director de la FBI, Robert Mueller, hizo su presentación más extensa a los medios nacionales acerca de los resultados de lo que probablemente fue la investigación más intensiva de la historia. En sus palabras, los “investigadores creen en la idea de que los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center y el Pentágono vinieron de los líderes de Al Qaeda en Afganistán”, aunque el plan y el financiamiento en apariencia apuntaban hacia Alemania y Emiratos Árabes Unidos. “Creemos que las mentes maestras estaban en Afganistán, muy arriba, en la dirigencia de Al Qaeda”.

Lo que afloró en junio de 2002 no podía saberse ocho meses antes, cuando Estados Unidos invadió. El indignante comentario de Mujahid era preciso. El ridículo es otro ejemplo de amnesia conveniente. Teniendo en mente el comentario de Mujahid, junto con la confirmación de Mueller, podemos avanzar hacia el entendimiento de la Doctrina Bush.

Para hacerlo, podríamos escuchar las voces afganas. Una de las más respetadas era la de Abdul Haq, la principal figura en la resistencia afgana al Talibán y ex líder de la resistencia muyahidín apoyada por Estados Unidos a la invasión rusa. Unas semanas después de la invasión estadunidense, tuvo una entrevista con el académico Anatol Lieven, especialista en Asia.

Abdul Haq condenó con amargura la invasión estadunidense, la cual, reconoció, causó la muerte de muchos afganos y minó los esfuerzos que se hacían desde adentro para derrocar al Talibán. Afirmó: “Estados Unidos trata de mostrar su fuerza, apuntarse una victoria y espantar a todo el mundo. No le importa el sufrimiento de los afganos ni cuánta gente perderemos”.

Abdul Haq no estaba sólo en esta opinión. Una reunión de mil líderes tribales, en octubre de ese año, exigió de manera unánime poner fin al bombardeo, el cual, declararon, apuntaba a “gente inocente”.

Todo se hizo público en su momento, todo fue ignorado por considerarlo irrelevante, todo quedó en el olvido. Las opiniones de los afganos no nos interesan cuando invadimos y ocupamos su país.

La percepción de la resistencia afgana al Talibán no estaba lejos de la postura del presidente Bush y su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Ambos desecharon iniciativas del Talibán de enviar a Bin Laden para ser juzgado en el extranjero, pese a la negativa de Washington de presentar evidencia (con la que no contaba). Al final, rechazaron las ofertas de rendición del Talibán. Como dijo el entonces presidente, “cuando dije que nada de negociaciones, era nada de negociaciones” (NYT, 15/10/2001). “No negociamos rendiciones”, añadió Rumsfeld. Vamos a mostrar nuestra fuerza y a espantar a todo el mundo.

El pronunciamiento imperial en ese tiempo era que quienes albergan terroristas eran tan culpables como los terroristas mismos. La perturbadora audacia de esa proclamación pasó casi inadvertida. No vinos acompañada de un llamado a bombardear Washington, como obviamente implicaba. Incluso haciendo a un lado a los terroristas de clase mundial ubicados en altos cargos, Estados Unidos alberga y es cómplice de terroristas al menudeo que cometen actos tales como volar aviones comerciales cubanos y dar muerte a muchas personas, como parte de la guerra terrorista estadunidense contra Cuba.

Muy aparte de ese escándalo, vale la pena señalar lo indecible: Estados Unidos no tenía acusaciones contra el Talibán. Ninguna, ni antes del 11-S ni después. Antes del 11-S, Washington no pidió la extradición de Bin Laden, y estaba en términos bastante buenos con el Talibán. Después del 11-S demandó la extradición (sin el menor intento de aportar la evidencia requerida) y, cuando el Talibán accedió, Washington rechazó las ofertas: “no negociamos rendiciones”. La invasión no fue sólo una violación del derecho internacional, preocupación tan marginal para Washington como la resistencia afgana al Talibán, sino que tampoco tenía un pretexto creíble sobre ninguna base. Pura criminalidad.

Además, hoy existe amplia evidencia que muestra que Afganistán y Al Qaeda no eran de mucho interés para el triunvirato Bush-Cheney-Rumsfeld, el cual tenía la mira puesta en una presa mucho mayor que Afganistán. Irak sería el primer paso, después la región entera.

Esa es la Doctrina Bush. Dominar la región, dominar el mundo, mostrar nuestra fuerza para que el mundo sepa que “lo que decimos va”, como lo expresó Bush.

Nada revela con más claridad los valores reinantes que la forma en que se llevó a cabo el retiro de tropas. La población afgana apenas si entró en consideración. Los “decididores” imperiales no se molestaron en preguntar qué podrían querer los habitantes de las zonas rurales de esta sociedad abrumadoramente rural, donde el Talibán vive y de donde obtiene su apoyo, quizás a regañadientes, como la mejor de las malas opciones. Antes un movimiento pastún, el “nuevo Talibán” evidentemente tiene una base mucho más amplia. Esto se reveló en forma dramática con el rápido colapso de sus antiguos enemigos, el cruel señor de la guerra Abdul Rashid Dostum, junto con Ismail Khan, lo que llevó a otros grupos étnicos a la red del Talibán.

También hay fuerzas de paz afganas a las que no habría que desechar sumariamente. ¿Qué querría la población afgana si se le diera a escoger? ¿Tal vez hubiera llegado a ajustes locales si se le hubiera dado tiempo antes de un retiro precipitado? Cualesquier posibilidades que pudieron existir, no parecen haberse considerado.

Como era de preverse, el más profundo desprecio por los afganos fue alcanzado por Trump. En su acuerdo unilateral de retiro con el Talibán, en febrero de 2020, ni siquiera se molestó en consultar con el gobierno afgano oficial.

Trump programó el retiro para el principio de la temporada de combates de verano, lo que redujo la esperanza de algún tipo de preparativos. Biden mejoró un poco los términos, pero no lo suficiente para prevenir la debacle que se anticipaba. Luego vino la reacción predecible de la cada vez más desvergonzada dirigencia republicana. Apenas lograron retirar de su página web sus efusivos tributos al “histórico acuerdo de paz de Trump” a tiempo para denunciar a Biden y llamar a procesarlo judicialmente por promover una versión mejorada de la ignominiosa traición de Trump.

Entre tanto, los afganos son dejados de lado una vez más

Volviendo a la cuestión original, tal vez la Doctrina Bush se formuló en términos más crudos de lo usual, pero no es nueva. La invasión violó el derecho internacional (y el artículo VI de la Constitución de Estados Unidos), pero el equipo legal de Bush había decidido que esa sensiblería era “pintoresca” y “obsoleta”, una vez más sin más novedad que su descarado desafío. En cuanto a “construir una nación”, una forma de medir el compromiso con este objetivo es preguntar qué porción de los billones de dólares gastados se destinó a la población afgana, y qué porción al sistema militar estadunidense y sus mercenarios (“contratistas”), junto con la cloaca de corrupción en Kabul y los señores de la guerra que Estados Unidos colocó en el poder.

Al principio me referí al 11-S-2001, no sólo al 11-S. Hay buena razón. El que llamamos 11-S fue el segundo 11-S. El primer 11-S fue mucho más destructivo y brutal según cualquier medida razonable: 11-S-1973. Para ver por qué, consideremos los equivalentes per cápita, la medida correcta. Supongamos que en el 11-S-2001 hubieran muerto 30 mil personas, que 500 mil hubieran sufrido crueles torturas, el gobierno hubiera sido derrocado y se hubiera instalado una brutal dictadura. Eso hubiera sido peor que lo que llamamos 11-S.

Eso ocurrió. No lo ha deplorado el gobierno estadunidense, ni el capital privado, ni las instituciones financieras internacionales que Estados Unidos controla en gran parte, ni las figuras más importantes del “libertarismo”. Más bien fue exaltado y obtuvo enorme respaldo. Los perpetradores, como Henry Kissinger, han recibido grandes honores. Supongo que Bin Laden es alabado entre los yihadistas.

Todos deben reconocer que me refiero a Chile, el 11-S-1973

Otro tema que podría inspirar reflexión es la noción de las “guerras eternas”, que al final se ha puesto a descansar con el retiro de Afganistán. Desde la perspectiva de las víctimas, ¿cuándo empezaron las guerras eternas? Para Estados Unidos, comenzaron en 1783. Cuando el yugo británico fue retirado, la nueva nación fue libre para invadir el “país indígena”, de atacar a las naciones originarias con campañas de matanzas, terror, limpieza étnica, violación de tratados, todo en escala masiva, mientras se adueñaba de la mitad de México y luego de gran parte del mundo. Una visión a más largo plazo remonta nuestras guerras eternas a 1492, como afirma el historiador Walter Hixson.

Desde el punto de vista de las víctimas, la historia se ve diferente que desde el que tienen el arma máxima y sus descendientes.

–Sabiendo que el régimen de Saddam Hussein nada tuvo que ver con los ataques terroristas del 11-S, no poseía armas de destrucción masiva y, por consiguiente, no representaba una amenaza a Estados Unidos, ¿por qué Bush invadió Irak, lo que dejó cientos de miles de iraquíes muertos y pudo haber costado más de 3 billones de dólares?

–El 11-S proporcionó la ocasión para la invasión de Irak que, a diferencia de Afganistán, es un verdadero premio: un Estado petrolero en el corazón mismo de la principal región productora de petróleo en el mundo. Mientras las Torres Gemelas aún humeaban, Rumsfeld decía a su equipo que era tiempo de “ir en masa… barrer con todo, esté relacionado o no”, incluyendo Irak. Pronto los objetivos se volvieron mucho más expansivos. Bush y socios dejaron muy en claro que Bin Laden era caza menor, de poco interés.

El equipo legal de Bush determinó que la Carta de Naciones Unidas, que explícitamente prohíbe las guerras preventivas, en realidad las autoriza, con lo cual formalizó lo que desde hacía mucho era doctrina operativa. La razón oficial de la guerra fue la “simple cuestión” de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Cuando el asunto recibió la respuesta equivocada, la razón de la agresión cambió de inmediato a “promover la democracia”, un transparente cuento de hadas que fue deglutido con entusiasmo por las clases educadas.

–¿Cuáles fueron las verdaderas razones para enfrentar Muammar Kadafi en Libia, líder de un “Estado rufián” que desde hacía mucho tiempo había dejado de serlo?

–La intervención en Libia fue iniciada por Francia, en parte en reacción a la postura humanitaria de algunos intelectuales franceses, supongo que en cierta medida (no tenemos mucha evidencia) para apoyar el esfuerzo francés de sostener su dominio imperial en el África francófona. Gran Bretaña se unió. Luego Obama y Clinton las secundaron, “liderando desde atrás”, como se supone que dijo un funcionario de la Casa Blanca. Cuando las fuerzas de Kadafi convergían en Bengazi, hubo fuertes gritos de que se avecinaba un genocidio, lo cual condujo a una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que imponía una zona de exclusión aérea y llamaba a negociaciones. En mi opinión fue razonable; había preocupaciones legítimas. La Unión Africana propuso un cese del fuego con negociaciones sobre reformas con los rebeldes de Bengazi. Kadafi lo aceptó, los rebeldes se negaron.

En ese punto, la coalición Francia-GB-EU decidió violar la resolución del Consejo de Seguridad que habían promovido y se convirtieron, de hecho, en la fuerza aérea de los rebeldes. Eso permitió a éstos avanzar en el terreno y, finalmente capturar y asesinar con sadismo a Kadafi. A Hillary Clinton le pareció muy divertido, y en tono de broma dijo a los medios: “fuimos, vimos, murió”.

Después el país se colapsó en un caos total, con un número creciente de matanzas y otras atrocidades. También condujo a un flujo de yihadistas y armas hacia otras partes de África, donde agitaron desastres importantes. La intervención se extendió hacia Rusia y Turquía, y a las dictaduras árabes, sosteniendo a grupos en pugna. Todo el episodio ha sido una catástrofe para Libia y gran parte de África occidental. No se han registrado declaraciones de Clinton, hasta donde sé, acerca de si también esto le parece divertido.

Libia era un productor importante de petróleo. Es difícil dudar que eso fuera un factor en las diversas intervenciones, pero, a falta de documentos internos, poco se puede decir con confianza.

–Dos preguntas relacionadas entre sí: primera, ¿cree usted que la fallida guerra al terror producirá nuevas lecciones para los futuros encargados de las decisiones de política exterior en Estados Unidos? Y segunda: ¿este fracaso revela algo acerca de la supremacía estadunidense en los asuntos mundiales?

–El fracaso es a los ojos del espectador. Recordemos primero que Bush II no declaró la Guerra Global al Terror (GGT). Él la volvió a declarar. Fueron Reagan y su secretario de Estado, George Schultz, quienes llegaron al poder declarando la guerra, una campaña para destruir “el flagelo maligno del terrorismo”, en particular el terrorismo internacional apoyado por Estados, una “plaga propagada por depravados enemigos de la civilización misma (en un) retorno a la barbarie en la edad moderna”.

La GGT se transformó pronto en una enorme guerra terrorista dirigida o apoyada por Washington, concentrada en Centroamérica, pero que se extendió a Medio Oriente, África y Asia. La GGT condujo incluso a un juicio de la Corte Penal Internacional que condenó al gobierno de Reagan por el “uso ilegal de la fuerza” –es decir, terrorismo internacional– y ordenó a Estados Unidos pagar sustanciales reparaciones por sus crímenes.

Por supuesto, Estados Unidos desechó todo esto y aceleró el “uso ilegal de la fuerza”. Fue muy apropiado, explicaron los editores del New York Times. La Corte Mundial era un “foro hostil”, como lo probaba el hecho de que condenara a Estados Unidos, que no tenía culpa alguna. Unos años antes había sido un modelo de probidad, cuando se alineó con Estados Unidos en un caso contra Irán.

Luego Estados Unidos vetó una resolución del Consejo de Seguridad que llamaba a todos los estados a observar el derecho internacional sin mencionar a nadie, aunque estaba clara la intención.

Pero declaramos solemnemente que los Estados que albergan terroristas son tan culpables como los terroristas mismos. Así pues, la invasión de Afganistán fue correcta y justa, aunque mal concebida

y demasiado costosa. Para nosotros. ¿Fue un fracaso para los objetivos imperiales estadunidenses? En algunos casos, sí. La renovación de la GGT por Bush no ha tenido un éxito similar. Cuando Estados Unidos invadió Afganistán, la base del terrorismo radical islámico estaba confinada en su mayor parte a un rincón de Afganistán. Ahora está en todo el mundo. La devastación de gran parte de Asia central y Medio Oriente no ha incrementado el poder estadunidense.

Dudo que haya tenido mucho impacto en la supremacía global del país, que sigue siendo abrumadora. En la dimensión militar, Estados Unidos está solo. Su gasto militar empequeñece a los rivales: 778 mil millones de dólares en 2020, en comparación con 252 mil millones de China y 62 mil millones de Rusia. También su fuerza militar es la más avanzada tecnológicamente. La seguridad del país no tiene rival. Las supuestas amenazas están en las fronteras de enemigos, que están rodeadas de misiles nucleares en algunas de las 800 bases militares estadunidenses en el mundo.

El poder también tiene dimensiones económicas. En el apogeo del poderío estadunidense después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos poseía quizá 40 por ciento de la riqueza global, preponderancia que ha declinado inevitablemente. Pero, como ha observado el economista Sean Starrs, en el mundo de la globalización neoliberal, las cuentas nacionales no son la única medida del poder económico. Su investigación muestra que las trasnacionales basadas en Estados Unidos controlan unasombroso 50 por ciento de la riqueza global y son las primeras (a veces las segundas) en casi todos los sectores.

Otra dimensión es el “poder suave”. En esto la nación ha decaído, desde mucho antes de los duros golpes de Trump a la reputación nacional. Incluso con Clinton, destacados científicos políticos reconocían que la mayor parte del mundo consideraba a Estados Unidos el “primer Estado rufián” “la amenaza externa más grande a sus sociedades” (Samuel Huntington y Robert Jervis, respectivamente). En los años de Obama, encuestas internacionales encontraron que se consideraba a este país la mayor amenaza a la paz mundial, sin ningún contendiente siquiera cercano.

Los líderes estadunidenses pueden continuar saboteando a la nación, si lo desean, pero su enorme poder y ventajas sin paralelo hacen de ello una dura tarea, incluso para la bola de demolición de Trump.

–¿Podría comentar sobre el impacto de la guerra al terror sobre la democracia y los derechos humanos dentro del país?

–El tema ha sido bien cubierto, así que no se requiere comentar mucho. Otra ilustración acaba de aparecer en la Reseña de la Semana del New York Times, el elocuente testimonio de un valeroso agente de la FBI que estaba tan desilusionado de su tarea de “destruir personas” (musulmanas) en la “guerra al terror”, que decidió filtrar documentos que exhibían los crímenes e ir a prisión. Esa suerte aguarda a quienes exponen crímenes del Estado, no a los perpetradores, que son respetados y queridos, como el abuelo bobalicón.

Por supuesto, ha habido un serio ataque a las libertades civiles y los derechos humanos, en algunos casos extremadamente indecible, como en Guantánamo, donde los prisioneros torturados aún languidecen después de muchos años sin cargos o porque la tortura fue tan espantosa que los jueces se niegan a permitirles ir a juicio. Por ahora se concede que “los peores de los peores”, como se les llamó, eran en su mayoría testigos inocentes.

Dentro del país, se ha establecido el marco de un Estado vigilante, dotado de un poder absolutamente ilegítimo. Las víctimas, como siempre, son los más vulnerables, pero otros podrían reflexionar sobre la famosa proclama del pastor Martin Niemöller sobre el régimen nazi.

Traducción: Jorge Anaya.

Publicado originalmente en Truthout y ofrecido a La Jornada por el autor

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