l contenido semiótico de la palabra “Núremberg”, el nombre de la vieja ciudad alemana −todos los significados, los mensajes e imágenes que transmite este signo−, está determinado, en su mayoría, por los eventos históricos asociados a una breve pero turbulenta época: la del nazismo y del Tercer Reich que iba a extenderse “por mil años”, pero duró apenas 12 (1933-1945). Éstos incluyen los masivos mítines del Partido Nazi allí (1923-1938), las “leyes de Núremberg” (1935), el centro de la legislación antisemita nazi y, finalmente, los famosos juicios (1945-1946) llevados a cabo allí por las potencias victoriosas −Unión Soviética, Estados Unidos, Reino Unido y Francia− contra los líderes de la Alemania derrotada.
Pensados como el “punto final” al periodo nazi en la historia −y celebrados, entre otros, por eso en una ciudad-símbolo de su poder−, los juicios contra 22 figuras claves supervivientes de las esferas política, militar, económica e incluso mediática ( sic) del Tercer Reich iban a ser una “lección” tanto para los alemanes como para el resto del mundo. El cargo principal contra los acusados era “el delito de conspiración y guerra de agresión” al igual que, en caso de algunos, haber cometido los crímenes de guerra y de lesa humanidad de las que el “judeocidio” (Arno J. Mayer) era apenas uno de los aspectos. En los años posteriores, Estados Unidos llevó a cabo también 12 juicios “subsiguientes” en Núremberg, centrados más en el Holocausto, contra los perpetradores de menor rango. Todos estos juicios dieron inicio al derecho penal internacional tal como lo conocemos.
Pero en el −celebrado el mes pasado− 80 aniversario del inicio de los primeros juicios en Núremberg que, supuestamente, marcaron “un antes y un después para la conciencia del mundo civilizado”, la única conclusión posible es que, en realidad, “Núremberg”, a pesar de una aparente sobrecarga semiótica, representa más bien y en buena parte un vacío.
La promesa de la justicia y del “nunca más” que parecían hacer los juicios jamás ha sido cumplida y la “civilización” −por cierto, la occidental− que, en palabras del fiscal estadunidense Robert H. Jackson, “no podía soportar la repetición (de los crímenes semejantes)”, sigue siendo su generadora y garante de impunidad en tiempos de (más) genocidio y (más) guerras de agresión.
Como bien apuntaba recientemente Raz Segal −uno de los primeros estudiosos que reconoció que Israel estaba perpetrando en Gaza “el clásico caso de genocidio” (t.ly/yTcCk)−, al subrayar que éste no ha cesado y que continúa, los juicios de Núremberg “no cambiaron en nada las estructuras ideológicas y políticas que llevaron a los nazis al poder y sobre las cuales ellos edificaron su proyecto: el sistema excluyente de Estado-nación, surgido después de la Primera Guerra Mundial y que se superpuso con la supremacía blanca que se encontraba en el corazón de la construcción del imperio europeo y del colonialismo de asentamientos”.
El Tercer Reich −algo que ha sido oscurecido en su momento por la escala de sus crímenes−, siendo un imperio supremacista basado en un nacionalismo extremo empeñado en “purificarse de sus enemigos raciales” y hacer que, siguiendo el sendero de la guerra, los colonos “arios” se apoderasen de la tierra en las regiones ocupadas en el Este, no difería, en esencia, de otros imperios supremacistas como Estados Unidos, Reino Unido y Francia que −como escribía Segal−, “no estaban dispuestos a rendir las cuentas por su nacionalismo y que, igual que los soviéticos, creían que la ‘homogenización nacional’ era la condición esencial para la seguridad y la paz” (t.ly/TLFd0).
No es ninguna casualidad que la primera Nakba (1948) ocurriese a pocos años de la Segunda Guerra Mundial e incluso cuando todavía los juicios “subsiguientes” en Núremberg estuviesen en marcha. El amplio consenso de aquel entonces –después de todos los transfers de poblaciones durante la guerra, la casi total aniquilación de las comunidades judías en Europa y luego la expulsión de los colonos y las minorías alemanas− era que la limpieza nacional/étnica “era buena” y que era la única vía para la construcción de un Estado-nación.
Hoy, la segunda Nakba en Gaza, que desde los inicios pretendía concluir lo que se quedó inacabado en 1948 −ahora mediante una guerra genocida cuyo objetivo no era Hamas, sino la deliberada destrucción del pueblo palestino como tal, “total o parcialmente”−, sigue los mismos impulsos “Estado-nacionales” y colonialistas. Ahora incluso en fase de “cese el fuego”, como parte de un deal de Donald Trump y con la “línea amarilla” como la nueva frontera del enclave, expulsando y concentrando a “todos los brutos”.
Para facilitarlo, ante nuestros ojos todo el edificio del derecho internacional −por más raquítico que fuera, entre otros, por los intereses de las potencias victoriosas y las “exigencias” de la guerra fría− construido después de Núremberg mediante la Convención sobre el Genocidio (1948), los Acuerdos de Ginebra (1949) o luego el Estatuto de Roma (1998), que creó la Corte Penal Internacional (CPI), mostrándose inútil después de un par de intentos de actuar frente a este genocidio, ha sido efectivamente neutralizado por los aliados de Israel −todos unos paladines de la “civilización”− con tal de que éste pudiese actuar con impunidad.
En este sentido, el vacío del significado de “Núremberg” ha de ser entendido también como el vacío de toda la idea de la “civilización” que los juicios pretendían defender, pero que no era una antítesis de los crímenes nazis, sino una de sus fuentes. Contrario al alegato del fiscal Jackson, la “civilización” bien podía soportar la repetición de las “atrocidades semejantes”, siempre y cuando estuviesen cometidos bajo su cobijo y/o en su nombre ( t.ly/gs0gR).











