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Europa en busca de autoestima
“N

egocien con sus homólogos. Ustedes son la Unión Europea. Son 450 millones de personas y una economía de 20 mil millones de dólares. Actúen como tal”. La demanda del economista Jeffrey Sachs en el Parlamento Europeo, el pasado mes de marzo, sonaba casi a súplica. Nueve meses después, es ya un ruego colectivo.

La nueva estrategia de seguridad nacional (ESN) de la Casa Blanca, que para delicia de los historiadores futuros ha puesto por escrito lo que la administración Trump venía ya haciendo, deja sin argumentos a los pusilánimes dirigentes de la Unión Europea. Contemporizar ha dejado de ser una opción. La peor parte se la llevan en el resto del continente americano, con el particular corolario a la Doctrina Monroe, pero a este lado del Atlántico, el terremoto no es menor. Déjenme compartir una versión europea del sismo.

Trump arremete contra la Unión Europea, convierte en un zombi andante a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y anuncia sin tapujos la intención de entrometerse en procesos electorales a favor de la extrema derecha. La nueva ESN no sólo rompe la ficción acerca de una relación igualitaria entre socios, sino que dinamita muchos de los tótems sobre los que se ha erigido la Unión Europea.

En Bruselas siguen dando señales de no haber entendido nada. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, tardó seis días en decir algo, que más bien fue nada: “Se supone que nadie debe interferir en los asuntos europeos”. La responsable de Exteriores, Kaja Kallas, fue todavía peor: “Lo que podemos extraer de esa estrategia de seguridad es que seguimos siendo aliados de Estados Unidos. No siempre vamos a estar de acuerdo en todo”. Sólo el presidente del Consejo Europeo, António Costa, dio signos de haber comprendido algo: “Ahora está claro. Los discursos de Vance en Múnich y los tuits de Trump se han convertido en la doctrina de Estados Unidos. Y debemos actuar de manera acorde”.

¿Cuál es esa manera? Para empezar, hacerse valer y tomarse en serio a uno mismo. 450 millones de personas son más de las que viven en Estados Unidos. Si cada país europeo mira a Washington desde su pequeñez, resulta casi comprensible achicarse. Pero el conjunto comunitario, bien articulado, es una potencia en toda regla. Como país, sería el tercero más poblado del globo. La propia ESN certifica que “el comercio trasatlántico sigue siendo uno de los pilares de la economía mundial y de la prosperidad estadunidense”. Dicho en plata: 25 por ciento de los ingresos de las grandes tecnológicas estadunidenses provienen de Europa. Apple, Google, Meta y la Casa Blanca pueden poner el grito en el cielo cada vez que Bruselas pone una multa a una de las grandes tecnológicas –cada vez son más pequeñas–, pero no se van a ir del continente. No van a renunciar a un cuarto de su pastel. Va siendo hora de comprender las fortalezas propias.

Y una vez asumida la mayoría de edad, a Europa le toca reformularse. Nada indica que los acontecimientos vayan a discurrir por este cauce, porque las mayorías son las que son, pero el fin relativo de la tutela estadunidense abre, objetivamente, una ventana de oportunidad. El momento ha situado a la izquierda continental en una tesitura extraña, porque pareciera que, para hacer frente a Trump, ahora toca defender una Unión Europea largamente criticada desde posiciones progresistas. Pero entre el repliegue abanderado por la extrema derecha y la actual Unión Europea, diseñada para la circulación de bienes y capitales en detrimento de la aspiración emancipadora de sus pueblos y habitantes, hay un término medio que pasa por recuperar viejos estandartes sobre otra Europa posible. Hay que hacerlo mientras se camina, pero reconstruir y recuperar la utopía no es un esfuerzo baldío.

Sobre todo porque hay bases sobre las que hacerlo. Para ello hay que mirarse al espejo con un poco de autoestima. La narrativa instalada sobre Europa es la de un continente viejo, lleno de achaques, con una economía que no funciona. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de economía? ¿De verdad funciona mejor la economía de un país como Estados Unidos, con una esperanza de vida menor y unas ratios de desigualdad mucho mayores? Medirlo todo en función del producto interno bruto aleja los análisis de la economía real.

La reciente encuesta realizada por Cluster 17 para Le Grand Continent da algunas pistas sobre los anhelos ciudadanos, que no se alinean, en términos generales, con la ola reaccionaria. Excepto en el Estado francés –uno de los eslabones más débiles de la cadena europea–, en todos se apuesta por una combinación estatal-continental como mejor forma de protegerse de los riesgos actuales. El 55 por ciento de los encuestados rechaza elegir entre Pekín o Washington a la hora de relacionarse con las grandes potencias y 48 por ciento considera ya a Trump como enemigo, frente a sólo 10 por ciento que lo califica de amigo.

Y por encima de todo, 74 por ciento quiere seguir formando parte de la Unión Europea, una cifra que baja a 65 por ciento cuando se pregunta sobre el apego al euro, la moneda común. En esta brecha está una de las claves: el ideal de la unidad europea sigue en pie, es la forma neoliberal en la que se ha desarrollado la que muestra síntomas de un desgaste irreversible.