Opinión
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Apartidista
E

l término fue adoptado por instituciones como el Ejército, la Policía, y ahora los que se supone que checan datos, pero cuando una persona lo usa como escudo, las cosas se ponen extrañas. Lo que quiere decir que alguien confiese que no es “partidista” no es sinónimo de que sea “apolítico”, esos que en la Grecia antigua eran considerados “idiotas” porque optaban por no interesarse en los asuntos públicos y reservaban todas sus energías para lo doméstico y privado. “Apartidista” implica una cierta idea de la política despolitizada.

Hace unos cuatro años fui a presentar una revista a la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y me tocó escuchar a una estudiante que decía: “Los partidos no me representan y no voy a ir a votar”. Que fuera en el lugar en donde se estudia la política fue lo de menos. Me quedé con la frase: “No me representan” atorada porque nadie fue capaz de interpelarla para responderle. Como yo era un invitado, simplemente, tomé mis ejemplares de la revista y salí a la explanada. Caminé pensando en la idea despolitizada de que la representación política es como si uno, en lo personal, estuviera ahí y no, como es en una democracia, que nuestros representantes no nos representan en lo individual, sino en lo colectivo. De ahí el interés general, de la nación, o del futuro compartido. La contaminación que la sociología ha hecho de la política es, en menor escala, igual de perniciosa: tener representantes por grupo de interés o comunidad que sólo ve por lo que tiene en sus proximidades le da a la política un carácter de reparto de recursos materiales y simbólicos. Lo que representan diputados y senadores no es a cada grupo con fuerza organizativa, sino algo que no es divisible y que se llama interés general. No es una suma de demandas, sino una idea de comunidad y de continuidad en el tiempo, en el futuro. Pero si creemos, como los estadunidenses, que todo es sociología y el marketing que la acompaña, lo que se representa acaba convertido en un lío de demandas, deseos, privilegios, y hasta quejas sin ton ni son. Ahí los que ganan son los poderosos lobbies corporativos, que le dan vuelta a la voluntad popular para satisfacer sus intereses privados. Bajando un escalón, ahora la estudiante y muchos a quienes escucho todos los días decirse “apartidistas”, piensan que la política no es ni siquiera sociología sino terapia.

Imaginemos por un momento que no existieran partidos políticos, que son los que condensan las aspiraciones y miedos de las sociedades en principios, líneas de acción, métodos para decidir, y proyectos de nación. Y que, sin partidos, todas las acciones de política pública vinieran de la personalidad de alguien. Estaríamos hablando de un rey absolutista y sería un tanto teórico porque hasta esos tienen que tener algún tipo de legitimidad; eso que hace que los obedezcamos persuadidos de sus motivos. Los reyes caen también y, a veces, hasta les cortan las cabezas. O que las sociedades no se organizaran a partir de miedos y esperanzas colectivos, nacionales, en torno a un plan de gobierno para ser votado. ¿Qué sentido tendría ir a votar por alguien que no está pensando, deseando, temiendo lo mismo que tú en tu infinita autodeterminación, apartada de las ideologías, manteniendo pulcro el arcón donde reside tu conciencia moral, libre y distanciada? La estudiante a la que nadie la representa tiene otro problema: ¿quién es ella? ¿qué identidad tan específica y definida, permanente, y suya tiene como para exigir una representación? Desde Freud sabemos que los deseos son formados por el lenguaje y las reglas. Como el “yo” es un resultado de relaciones sociales, no de tu autodeterminación. Como escribe Anna Kornluth: “Desde nuestras fantasías de autoposesión y nuestros delirios de plenitud, hasta el rechazo del otro y cientos de dualidades proliferantes, pasando por ráfagas paranoicas y fluctuaciones polarizadas”. Ese es el “yo”. O, como diría Freud: “grandes emociones y pensamientos imperfectos”.

El narcisismo digital se engaña en el espejo de la pantalla: es él, el espejo, el que media esa necesidad de reconocimiento permanente y ese usar a los demás como vehículos de tu propia reflexión. No es el “yo” el que aflora sino una mediación que no se presenta como mediación y que es el Internet. Nada ahí es auto-expresión, sino trabajo para las corporaciones digitales y sus parámetros. Eso no tiene que ver con hacer política, pensar en los demás, imaginar una colectividad en el tiempo llamada nación, con sus formas de pertenencia y arraigo. Tiene que ver, más bien, con producirte a ti mismo, varias veces al día. Eso podría darte la impresión de soledad, de que nada a tu alrededor tiene algo que ver contigo, aunque se te presente como muy próximo. Pero la política –repito– no es terapia.

Los partidos políticos son instancias de mediación en las sociedades: ayudan a condensar posturas entre extremos, a convertir en lenguaje y normas objetos políticos que no son percibibles por nuestros sentidos como “soberanía nacional” o “justicia”. Del lado de la estudiante apartidista no hay representación posible porque fantasea con una inmediatez que se presente como liberadora, auténtica, justa, espontánea, y no reprimida pero que, al mismo tiempo, deslegitima cualquier mediación. Lo inmediato es pura autoridad de la imagen digital de una persona que tiene una impaciencia por la intensidad y la certeza. La certeza no es inmediata, como tampoco lo es la organización de personas reales en torno a unos principios e ideales colectivos. La presencia individual es imposible de representar porque es su contrario. Así, los que se dicen “apartidistas” en realidad están buscando que la política sea un nuevo espejo para su necesidad de validación. O, lo que es más común, son derechistas sin partido.

Dos palabras han desparecido con este auge del apartidismo como vana neutralidad entre ideologías que ni siquiera conoces: militancia y mística partidaria. La primera se refería a entregar tiempo y esfuerzo para difundir ideas, datos, estados de ánimo con una postura política e ideológica clara, y la segunda era hacerlo a cambio de nada. Es una idea del sacrificio y de la entrega que está ya lejos de los actuales partidos políticos que son presas del cálculo costo-beneficio en un oficio que tiene una lógica distinta a la economía. Así, habría que reconstruir lo que es política. Y, por supuesto, no es ni sociología, ni economía, ni terapia. No sirve para tus intereses particulares, ni para tus cálculos egoístas, y no te va a decir quién eres.