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Aguas lucrativas
E

l llamado Acuerdo Nacional por el Derecho al Agua planteó con amplia difusión la posibilidad de contar con una gestión hídrica sostenible, transparente y democrática, que incluiría una reforma a la salinista Ley de Aguas Nacionales. Se crearon entonces altas expectativas sobre la muy exigida y esperada legislación de aguas en nuestro país para reordenar las concesiones y evitar los actos ilícitos en torno al líquido.

El anuncio de la nueva ley se hizo prácticamente en términos de denuncia de los problemas observados: acaparamiento, sobrexplotación, concesiones desorbitadas y un trasiego ilícito del agua. Las expectativas se elevaron aún más.

Antes del proyecto de una nueva ley de aguas, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) pudo dar pasos efectivos para imprimirle a la disponibilidad y distribución hídrica un sentido de justicia humana.

Como preparación del decreto presidencial para iniciar la reforma, Conagua debió presentar un estado del agua en territorio nacional, de acuerdo con los usos que la consumen por región, por cuenca, por estados, por municipios y, sobre todo, por destinos. Señalar qué lugares y zonas se hallan bajo estrés hídrico, abatimiento de los niveles sostenibles y por qué causas; señalar qué concesiones estaban en regla y cuáles no por falta de pago, sobrexplotación y otros factores; cuántas de ellas caducaron y fueron reasignadas y por quién; cuántas se autorizaron antes y después de los gobiernos de la 4T; cómo, dónde y por quiénes se ha producido el robo de agua cuya pérdida significa, como se ha informado, un monto de casi 45 mil millones de pesos a las arcas públicas; qué comunidades se han visto afectadas por usos agrícolas, mineros e industriales, y qué cursos de agua han sufrido contaminación y por qué empresas. Y también: de qué técnicas de medición dispone para determinar el consumo y por quiénes, y cuál ha sido el papel de los consejos y comités de cuenca (se sabe que en su mayoría están integrados por los grandes concesionarios, lo cual no deja de implicar un conflicto de intereses, y donde la representación no es amplia ni plural), así como si realmente han servido como organismos coadyuvantes de la autoridad para vigilar, monitorear y llevar el registro del funcionamiento de las entidades administrativas que en cada estado tienen bajo su responsabilidad la captación, disponibilidad, medición de niveles del agua y distribución de la misma.

Conagua tiene los instrumentos necesarios para tener esa información y disponerla a la sociedad mexicana de la manera más fácil y para todos sus sectores y estratos. La pregunta obligada es por qué no la ha preparado y dispuesto como se supone que debe hacerlo una entidad federativa responsable de manejar uno de los recursos estratégicos del Estado.

La respuesta es que no es ese el modus operandi de un organismo que no se ha modificado desde la época de Salinas: era y es antidemocrático, neoliberal, impositivo y opaco. A modo de los intereses de los grandes concesionarios, traficantes, hidrohuachicoleros y especuladores del agua (el soporte nato de la derecha política).

Desde el Acuerdo Nacional por el Derecho al Agua se dejaron saber las conclusiones que sirvieron de premisa a la nueva Ley General de Aguas. Es válido preguntarse: si Conagua estaba al tanto del acaparamiento, mercado negro, desvíos y robo de aguas que debían servir a las comunidades indígenas y agrarias, así como a la satisfacción del derecho humano al agua de los consumidores que no la emplean con objetivos de lucro, ¿por qué nunca hizo nunca nada? ¿Tenía que esperar a la legalización de estas maniobras en una ley, que no deroga a la anterior y que más bien la complementa?

En el país existen alrededor de 50 mil organizaciones populares que defienden el uso del agua como derecho humano. En el curso de las audiencias públicas se presentaron no menos de 500 ponencias. No se les hizo caso. Conagua prefirió atender las presiones del uno por ciento de los grandes usuarios.

Ahora, las comunidades indígenas y agrarias y otras organizaciones populares, que han venido luchando por racionalizar el uso del agua contra todo aquello que milita en su contra y que en la nueva ley no se recogió, seguirán enfrentando, en lo esencial, los mismos problemas: la concentración del agua en pocas manos y de manera discrecional; su empleo no sustentable en las actividades agrícolas, mineras e industriales, con frecuencia mediante el despojo a ciertos núcleos indígenas y campesinos; la instancia abierta de apelar al peligroso fracking; la continuidad de la contaminación de las aguas en el tratamiento de la actividad minera y en los descuidos que en ellas se producen sin que existan sanciones penales dirigidas a imponer la cobertura de daños o a suspender la concesión correspondiente; permanecer al margen de los consejos de cuenca. O bien, sin disponer de cuidados especiales como los que los habitantes de Yucatán exigen acerca de las aguas kársticas. Todo se deja al mercado y a los mercaderes para que sigan haciendo del agua un recurso lucrativo y sobrepoblado de ilícitos impunes, como hace tres décadas.

Los parlamentarios que aprobaron la nueva ley respondieron, básicamente, a los intereses de los señores del agua, de los señores de tierras y de los señores de minas.

En concreto, a lo que hemos asistido es a un proceso más en el que el neoliberalismo resulta bruñido como en sus mejores tiempos.