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México: de la globalización al estancamiento
D

el cambio estructural globalizador al estancamiento económico, el país presenta tasas de crecimiento económico muy bajas, del todo insatisfactorias en términos de empleo y acceso a los mínimos de bienestar considerados en México y el resto del mundo. No hablamos aquí de “coyuntura” ninguna, sino de una constante o una estructura: el no crecimiento de la economía.

De crisis en crisis, a partir de 1982, con una población en transición acelerada hacia la madurez demográfica, ni el país ni su Estado han sido capaces de afinar la mirada y enfocar sus empeños en favor de una economía sustentable y sostenible, en condiciones de apoyar la expansión del mercado laboral e impulsar políticas en favor de los más vulnerables y pobres. Reconocimiento sumario, punto de partida imprescindible para reflexionar sobre el presente y el futuro y debatir sobre la conveniencia y posibilidad de un cambio de rumbo, un renovado curso de nuestro desarrollo que nos permita crecer y redistribuir –ingresos, accesos y capacidades–.

Urge tener la disposición y la voluntad de revisar, con hondura y seriedad, nuestros proyectos político-ideológicos para, desde ahí, formular estrategias y políticas alternativas para una recuperación económica sostenible y unas formas de gobernanza que den lugar a un orden democrático durable e incluyente.

Caminaríamos así a una construcción que sume fuerzas, esfuerzos y voluntades destinados a propiciar mutaciones primordiales en una economía contrahecha, acosada por múltiples reclamos, siempre listos para tornarse un gran reclamo social; un amplio acuerdo político, democrático, tendría que ser, como eje y soporte. Tal es nuestra agenda de arranque.

Sin plataformas principistas como ésta, difícilmente podremos lograr, como sociedad y como Estado, inscribirnos en las corrientes de cambio estructural de nuevo signo que las nuevas cohortes globalistas buscan definir e instrumentar frente a un mundo de vuelcos vertiginosos.

Para demostrar, en los hechos y en la retórica, una creíble voluntad unificadora de defensa de la democracia, ningún gobierno podrá sostenerse legítimamente si no es capaz de crear las condiciones mínimas para un crecimiento compatible con una progresiva equidad y horizontes de igualdad social. Desde ahí será viable y creíble el rechazo a cualquier forma de violencia como método de gobierno y forma de apropiación de los frutos del crecimiento.

Los grupos criminales deben desmantelarse con acciones claras y prontas apegadas a la legalidad y comprometidas con la justicia. Sólo así obtendrán mayor legitimidad y credibilidad tanto los gobiernos y sus fuerzas políticas, como todo Estado cuya reforma implica voluntad política y convicciones democráticas, no remedos electoralistas. Estas prácticas de recuperación democrática y cívica tendrán que orientarse a construir una democracia constitucional que, de serlo, tiene que ser social para proteger a los ciudadanos “de la cuna a la tumba”, como postularan lord Beveridge y los laboristas británicos al iniciar la segunda posguerra.

No olvidemos que aquella fue una época de sufrimientos y exterminio masivo, pero también de la toma de conciencia planetaria de la necesidad urgente de impulsar grandes acuerdos de renovación e inclusión globales. Se trató de proyectos que hubieron de considerar las exigencias de “los impertinentes”, quienes, al irrumpir en el mundo al calor de la terrible Segunda Guerra, querían echar por la ventana la arrogancia de Kipling de que aquellas historias no habían sido otra cosa que la “carga del hombre blanco”.

Por medio de senderos, muchos de ellos estrechos y bajo vigilancia severa por parte de “Occidente”, fue que empezó a abrirse paso en los corredores de la Organización de Naciones Unidas y de organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial la idea del desarrollo como cambio y emergencia social, colectiva.

Pegada sin remedio a la nueva disputa global de la llamada guerra fría, esta idea de liberación se mantuvo, lo cual permitió que irrumpieran las voces del mundo nuevo que reclamaban bienestar y progreso material, como el que empezaba a recuperarse en el “Norte”.

Se trató, sin duda, de un cambio de clima; una circunstancia extrema que constituyó el fondo de, y para, la reconstrucción del mundo. Una formidable apuesta política de inclusión de las demandas sociales y, al mismo tiempo, de gobernanza democrática y modulación del ciclo económico capitalista. Se implantó así la idea del desarrollo como discurso de ofensiva de sociedades que emergían y trataban de verse y entenderse como unos estados y un “tercer mundo”.

Los saldos de aquellos momentos de confrontación virtual pero con “colmillos atómicos”, que alguna vez dijera Mao, son muchos y no pueden ser encasillados en una dimensión única que pretenda extraer logros atemporales y unívocos, menos redefinir el mundo de hoy conforme a un código único.