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Viaje y destino
H

ay vidas que parecen escritas por el azar, como si cada giro inesperado fuera una coordenada secreta hacia un destino que no admite repetición. La de Sylvia Navarrete comenzó de ese modo: entre aeropuertos y embajadas. Nació en París, hija de Rodolfo Navarrete Tejero –diplomático mexicano– y de Annie Bouzard, francesa. Desde entonces todo fue tránsito: países que habitaba cada dos años, idiomas que aprendía con naturalidad, ciudades cuyos climas, ritmos y sistemas políticos moldearon su mirada antes de que alcanzara plena conciencia de estar formándose.

En aquella infancia itinerante germinó la semilla que más tarde guiaría su oficio como crítica y curadora de arte: la capacidad de ver el mundo como una sucesión de miradas superpuestas, voces que se rozan y horizontes que se desplazan. Una percepción que no se fija en un solo punto, sino que respira en lo diverso para encontrar allí, en el desarraigo y el hallazgo, una forma de pertenecer.

Cuando habla de aquellos años, entre Varsovia, Berlín Oriental y Copenhague, Sylvia Navarrete evoca un ritmo de vida que obligaba a adaptarse constantemente: “teníamos que aprenderlo todo de nuevo una y otra vez”. No hubo amigos de infancia, no hubo pertenencia. Pero en la cultura –los museos, la ópera, el teatro, los conciertos de rock– encontró un hogar portátil. Tal vez por eso, cuando decidió quedarse en París para estudiar letras en la Sorbona, ya llevaba dentro una brújula orientada hacia lo estético. Sin embargo, algo la empujó de vuelta a México, su otra lengua, su otra nacionalidad; como si esa falta de raíces reclamara por fin un suelo propio.

Llegó a la Ciudad de México en 1986, con el español aprendido a fuerza de diccionarios y novelas. Comenzó escribiendo en La Jornada Semanal. Recorrió la capital del país, de exposición en exposición, de taller en taller, como quien conoce una ciudad tocándola con los pies. Había en esa libertad, en ese andar sin ataduras institucionales, algo que la sedujo. Desde entonces, Navarrete ha vivido su trayectoria profesional como extensión de aquella infancia nómada: una ruta sinuosa pero propia, siempre en movimiento.

Se hizo crítica de arte, luego curadora; investigadora de campo antes que académica. Conoció a los protagonistas de la modernidad mexicana – Juan Soriano, Gunther Gerzso, José Luis Cuevas– cuando aún estaban vivos y dispuestos a contar su historia. Trabajó en el Centro Cultural de Arte Contemporáneo de Televisa; dirigió el MACO en Oaxaca con la complicidad de Francisco Toledo, de quien recuerda tanto la genialidad como la aspereza. Más tarde fue subdirectora del Cenidiap, donde descubrió que la burocracia rara vez coincide con el pulso del arte: una experiencia marcada por la ironía y cierto desencanto.

Lo de Sylvia es otra cosa: la libertad, no la plaza; el diálogo, no el protocolo. A Navarrete le interesa el arte como acto de comunicación profunda, no como un ejercicio de erudición. Desconfía de los curadores obsesionados con discursos sociológicos y filosóficos, de esa necesidad de demostrar en vez de transmitir. Cree en la emoción, en la sustancia humana que habita toda obra verdadera, sea pintura, gráfica o concepto. En los años 80, dice, la pintura mexicana no le debía nada a nadie. Hoy la globalización ha uniformado lenguajes, pero no ha borrado la fuerza del talento.

Al final, inteligente, lúcida, dueña de una alegría que no se desgasta, Sylvia vuelve siempre a la misma idea: la vida es demasiado agresiva, demasiado estridente. “Hay que descubrir la pasividad”, dice como quien revela un secreto. No es renuncia, sino una forma de preservar la alegría, de mirar el arte –y el mundo– con la calma necesaria para escuchar su verdadera voz.

Mientras la escucho, pienso que quizá toda su vida ha sido eso: un intento por encontrar un punto de quietud en medio del movimiento perpetuo. Un instante de claridad dentro del torbellino. Como si, después de tantas ciudades, tantos artistas, tantas historias –nacidas del viaje continuo con sus padres y sus tres hermanos, donde el hogar era el movimiento mismo–, lo que Navarrete buscara de verdad fuera esa luz que aparece al final del día, cuando la ciudad baja la voz y uno puede oír –por un instante– el pulso secreto del mundo. El mismo pulso que ella sigue desde niña. El mismo que, sin saberlo, la llevó al arte.