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Agua
S

i no hubiéramos florecido en el suelo, sin duda,hubiéramos llamado a nuestro planeta: “Agua”. Su presencia es tan contundente que nuestros esfuerzos por entenderla son vanos. El agua no es una cosa, sino un proceso. El H2O del laboratorio de Lavoisier en el siglo XVIII es apenas una ínfima parte de lo que significa: su fluir purifica y, al disolver, transforma. No en vano decimos “solución”.

Ahora que se discuten nuevas leyes de agua en México, se ha hablado de que no es una mercancía, sino un derecho humano porque sin ella realmente no existimos. Pero también debe de verse no como un problema hidrológico, es decir, de metros cúbicos potables, tratables o contaminados, sino como un transcurso con el que tenemos una relación cultural y política. Un proceso, el de ser agua, que nos inunda como cuerpos y como sociedades.

Los tiempos en que se vio al agua como sólo su capacidad para crear electricidad nos hablan del origen de una forma de hablar de ella como cosa potencial, como generadora industrial, como un medio para un fin económico. Pero esa no es más que el agua del discurso hegemónico y quedan sin nombrar todas las demás formas donde ella ya no es un medio para otra cosa, sino una presencia que define al planeta y que no es neutral: siempre es para alguien o para algo, de ahí que sea considerada un “recurso”.

La idea de que es algo separado de las personas tiene que ver con que se ha vuelto abstracta. Sale de la llave, se toma de una botella, sin un lugar específico donde ocurra. Todos tenemos un diagrama en la cabeza, el ciclo del agua, que resulta tan intangible y teórico que al parecer sólo ocurre en el diagrama mismo. Esa circulación del agua donde se precipita, se transpira, se evapora y se condensa, parece existir independiente de la vida o, de plano, la vida lo alteraría en formas que el diagrama no considera.

Separado del esquema viene la lluvia que inunda o la sequía y los recortes de agua. Pero la hemos separado tanto de las personas que parece todo el tiempo como algo enfrentado a nuestra existencia. Quizás se debe a que el ciclo del agua fue diseñado como una forma de demostrar la armonía de la creación divina, al mismo tiempo que fue usado para racionalizarla.

Después de siglos en los que se creyó que el agua provenía de un depósito subterráneo inmenso, en 1674 Pierre Perrault se puso a contar metros cúbicos del Sena y la lluvia que caía. Ya en el siguiente siglo, se empezaron a medir el vapor y hacer la correlación. Fue John Dalton, a quien debemos el término “daltónico” el que, en un arrebato de físico-teología, es decir, cuando la ciencia cree que demuestra la existencia de Dios, pudo pensar al vapor como agua.

En 1931 Robert Horton, un estadunidense, registró el diagrama y hasta ahí llegó la divinidad. En el transcurso del siglo XVII al XX, nosotros también nos habíamos transformado en “población”.

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”, dice el androide Roy Batty a punto de morir en Blade Runner. Lo que nos hace humanos –la emoción de la que surgen las lágrimas– se reintegrarán al fluir del planeta que se presenta como una desmemoria que sigue su propia circulación, como en el diagrama que estudiamos en la primaria.

Hace muchos años, se presentó en el Centro Cultural Universitario (CUC), que fundó Fray Julián Pablo Fernández, el amigo cura de Luis Buñuel, un japonés que se negó a aceptar el pesimismo del androide. Se llamó Masaru Emoto que decía haber descubierto que el agua congelada tenía una memoria para guardar las “lágrimas en la lluvia”, es decir, las emociones con las que había sido cristalizada. Las vibras de palabras, sonidos, y emociones quedaban de alguna manera registradas en la estructura molecular que tomaban el agua sólida. Si había buena vibra, el agua adquiría una forma hexagonal, de copo de nieve. Si no, era una maraña deforme. Pero Emoto se dejó llevar por su anhelo de que las lágrimas no estuvieran condenadas al olvido y acabó haciendo trampa en sus experimentos, descartando los cristales que no correspondían a lo que quería demostrar.

En realidad, lo que hizo Emoto no era ciencia, sino una difusión espiritual en torno a la idea planetaria del agua. Así, convocó a la buena vibra en todo el mundo para ver si se afectaba con paz al agua del planeta. Por supuesto, fracasó. La idea de que el agua también nos transmite como recuerdo tiene un mérito más estético que científico, pero quizás todo haya servido para revisar cómo podemos volver al agua.

Uno de los temas que trae consigo la crisis del agua es que debemos volver a asociarnos con ella, no como abstracción, sino en sus componentes culturales y políticos. Es la sed, pero también el bautizo, es riego y disolvente, es frontera y puente. Ha sido acaparada, se han perforado pozos ilegales, se acaba y, al mismo tiempo, se desperdicia.

Para los que nacimos en una ciudad que se fundó sobre un lago, la historia de cómo lo rechazamos es una de derrotas históricas. Pero la visión global le añadió la idea de la escasez medida en agua potable contra población. En los años 90 del siglo XX la ecuación iba así: “97 por ciento del agua está en los océanos, 2 por ciento en los polos, y una gran parte del 1 por ciento está demasiado profunda”. La sed era inevitable y sólo nuestra propia impotencia nos demostraría el castigo divino de la procreación de muchos “hombres de Malthus”. Pero no sucedió así y los que habían hecho el cálculo han reconocido su error. Uno de ellos, Peter Gleick, como Emoto, no consideró al agua como un proceso que transita a través de nuestra política, cultura y de una tecnología que ha avanzado en hacer su uso más eficiente. Escribe el experto canadiense Jamie Linton: “El agua no es sólo agua, es política”.

Piénselo, cada vez que tiene sed, en vez de abrir la llave en un lavabo o en un bebedero, le da vuelta a la rosca de una botella de plástico.